INTRODUCCIÓN

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LA IMPORTANCIA DE LA LEY

Cuando Wyclif escribió de su Biblia en inglés que «Esta Biblia es para el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», su enunciado no atrajo ninguna atención en lo que tiene que ver con su énfasis sobre la centralidad de la ley bíblica.
El que la ley debía ser la ley de Dios era algo que todos creían; el alejamiento de Wyclif de la opinión aceptada fue que el mismo pueblo no solo debería leer y saber esa ley sino que también debería, en algún sentido, gobernar y también ser gobernado por ella. En este punto, Heer tiene razón al decir que «Wycliffe y Hus fueron los primeros en demostrarle a Europa la posibilidad de una alianza entre la universidad y el anhelo de salvación de las personas. Fue la libertad de Oxford lo que sostuvo a Wyclif». El asunto tenía menos que ver con la iglesia o el estado que con gobernar por la palabra-ley de Dios.
Brin ha dicho, en cuanto al orden social hebreo, que difería de todos los demás en que se consideraba como cimentado y gobernado por la ley de Dios dada específicamente para el gobierno del hombre. No menos que el Israel antiguo, el cristianismo creía ser el ámbito de Dios porque se gobernaba por la ley de Dios según se presenta en las Escrituras. Hubo alejamientos de esa ley, variaciones de ella, y laxitud en la fidelidad a ella, pero el cristianismo se consideraba el nuevo Israel de Dios y no menos sujeto a su ley.
Cuando Nueva Inglaterra empezó su existencia como entidad legal, su adopción de la ley bíblica fue un retorno a las Escrituras y un retorno al pasado de Europa.
Fue un nuevo comienzo en términos de viejos cimientos. No fue un comienzo fácil, porque los muchos siervos que vinieron con los puritanos más tarde se rebelaron en pleno contra toda fe y orden bíblicas. No obstante, fue un regreso firme a los fundamentos del cristianismo. Así que los registros de la colonia de New Haven muestran que la ley de Dios, sin ningún tipo de innovación, fue hecha la ley de la colonia: 2 de marzo de 1641/2:
Y conforme al acuerdo fundamental hecho y publicado por consenso pleno y general, cuando la plantación empezó y se estableció el gobierno, de que la ley judicial de Dios dada por Moisés y expuesta en otras partes de las Escrituras, en tanto es un límite y una cerca a la ley moral, y no tiene ninguna referencia ni ceremonial ni típica a Canaán, tiene una equidad eterna en ella, y debe ser la regla de sus procedimientos. 3 de abril de 1644: Se ordenó que las leyes judiciales de Dios, según fueron entregadas por Moisés fueran una regla para todas las cortes de esta jurisdicción en sus procedimientos contra los ofensores.
Thomas Shepard escribió en 1649: «Porque todas las leyes, sean ceremoniales o judiciales, se pueden remitir al decálogo, como apéndices del mismo, o aplicaciones del mismo, y así abarcar todas las demás leyes como sumario suyo».
Es ilusorio sostener que tales opiniones fueron una aberración puritana antes que una práctica verdaderamente bíblica y un aspecto de la vida persistente del cristianismo. Es una herejía moderna la que sostiene que la ley de Dios no tiene significado ni ninguna fuerza obligatoria para el hombre de hoy. Es un aspecto de la influencia del pensamiento humanística y evolucionista sobre la iglesia cristiana, y plantea a un dios que evoluciona y se desarrolla. Este dios «dispensacional» se expresó en la ley en una edad temprana; y luego se expresó más tarde por gracia sola, y ahora tal vez va a expresarse de alguna otra manera.
Pero este no es el Dios de las Escrituras, cuya gracia y ley permanecen sin cambio en toda edad, porque, como Señor soberano y absoluto, no cambia, ni tampoco necesita cambiar. La fuerza del ser humano es lo absoluto de su Dios. Intentar estudiar las Escrituras Sagradas sin estudiar su ley es negarlas. Intentar entender la civilización occidental aparte del impacto de la ley bíblica en ella y sobre ella es buscar una historia ficticia y rechazar veinte siglos con todo su progreso.
La Institución de la Ley Bíblica tiene como propósito invertir la tendencia actual. Se llama «institución» en el significado antiguo de la palabra, o sea, principios fundamentales, en este caso, de la ley, porque la intención es ser un principio, una consideración que instituye esa ley que debe gobernar la sociedad, y que gobernará la sociedad bajo Dios.

1. LA VALIDEZ DE LA LEY BÍBLICA

Una característica central de las iglesias y de la predicación y enseñanza bíblica modernas es el antinomianismo, una posición contraria a la ley. El antinomiano piensa que la fe libra de la ley al creyente, y este no está fuera de la ley sino más bien muerto a la ley. No hay absolutamente ninguna garantía en las Escrituras para el antinomianismo.
La expresión «muerto a la ley», en verdad está en las Escrituras (Gá 2: 9; Ro 7: 4), pero se refiere al creyente en relación a la obra expiatoria de Cristo como el representante y sustituto del creyente; el creyente está muerto a la ley como acusación, como sentencia de muerte en contra suya, pues Cristo murió por él, pero el creyente está vivo a la ley en cuanto a la justicia de Dios.
El propósito de la obra expiatoria de Cristo fue restaurar al hombre a una posición de guardar el pacto en lugar de romperlo, capacitar al hombre para guardar la ley al libertarlo «de la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8: 2), «para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros» (Ro 8: 4).
El hombre es restaurado a su posición de cumplidor de la ley. La ley, pues, tiene una posición de centralidad en la formulación de cargos contra el hombre (sentencia de muerte contra el hombre pecador); en la redención del hombre (el hecho de que Cristo, aunque fue perfecto cumplidor de la ley como el nuevo Adán, murió como sustituto del hombre), y en la santificación del hombre (proceso en que el hombre crece en la gracia conforme crece en su observancia de la ley, porque la ley es el camino a la santificación).
El hombre cuando es quebrantador del pacto está en «enemistad contra Dios» (Ro 8: 7) y está sujeto a «la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8:2), mientras que el creyente está bajo «la ley del espíritu de vida en Cristo» (Ro 8: 2). La ley es una sola: la ley de Dios. Para el hombre que espera en el pabellón de los condenados a muerte de una prisión, la ley es muerte; para el piadoso, la misma ley que pone a otro en el corredor de la muerte, es vida, porque lo protege de los delincuentes a él y a su propiedad. Sin la ley, la sociedad colapsaría en la anarquía y caería en manos de matones.
La ejecución fiel y completa de la ley es muerte para el asesino pero vida para el piadoso. De manera similar, la ley en su dictamen sobre los enemigos de Dios es muerte; la ley en su cuidado sustentador y bendiciones es un principio de vida para el que acata la ley.
Dios, al crear al hombre, le ordenó que sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella (Gen 1: 28). El hombre, en su esfuerzo por establecer un dominio separado y jurisdicción autónoma sobre la tierra (Gen 3: 5), cayó en el pecado y la muerte.
Dios, a fin de restablecer su Reino, llamó a Abraham, y luego a Israel, a que fueran su pueblo, a que sojuzgaran la tierra, y se enseñorearan bajo Dios. La ley, según fue dada por medio de Moisés, estableció las leyes de una sociedad piadosa, del verdadero desarrollo del hombre bajo Dios, y los profetas repetidas veces volvieron a llamar a Israel a este propósito.
El propósito de la venida de Cristo fue en los términos del mismo mandato de la creación. Cristo como el nuevo Adán (1ª Co 15: 45) guardó perfectamente la ley.
Como el que lleva los pecados de los elegidos, murió para hacer expiación por sus pecados, para restaurarlos a su posición de justicia bajo Dios. A los redimidos se les llama de nuevo al propósito original del hombre, a ejercer señorío bajo Dios, a ser los que guardan el pacto, y a cumplir «la justicia de la ley» (Ro 8:4). La ley sigue siendo central en el propósito de Dios.
El hombre ha sido restablecido al propósito y llamamiento original de Dios. La justificación del hombre es por la gracia de Dios en Jesucristo; la santificación del hombre es mediante la ley de Dios.
Como el nuevo pueblo escogido de Dios, a los cristianos se les ordena hacer lo que no hicieron Adán en Edén ni Israel en Canaán. Un pacto, el mismo pacto bajo diferentes administraciones, todavía prevalece. Al hombre se le llama a producir la sociedad que Dios requiere.
La determinación del hombre y la historia proceden de Dios, pero la referencia de la ley de Dios es a este mundo. «El ocuparse del Espíritu es vida y paz» (Ro 8: 6), y tener una mentalidad espiritual no quiere decir ser del otro mundo sino aplicar bajo la dirección del Espíritu Santo a este mundo los mandatos de la palabra escrita.
Un cristianismo sin ley es una contradicción de términos: es anticristiano. El propósito de la gracia no es hacer a un lado la ley, sino cumplir la ley y capacitar el hombre para que la guarde. Si la ley era tan importante para Dios que se hizo necesaria la muerte de Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, para que hiciera la expiación del pecado del hombre, ¡sería extraño que Dios procediera a abandonar la ley! La meta de la ley no es iniquidad, ni tampoco el propósito de la gracia es un desprecio inicuo del Dador de la gracia.
La creciente violación de la ley y el orden se debe atribuir primero que nada a las iglesias y su persistente antinomianismo. Si las iglesias son flojas respecto a la ley, ¿acaso la gente no van a serlo? Y la ley civil no se puede separar de la ley bíblica, porque la doctrina bíblica de la ley incluye toda la ley civil, eclesiástica, social, familiar, y toda otra forma de ley. El orden social que menosprecia a la ley de Dios se coloca a sí mismo en el corredor de la muerte: está destinado al juicio.

2. LA LEY COMO REVELACIÓN Y TRATADO

En toda cultura la ley es religiosa por su origen. Porque la ley gobierna al hombre y a la sociedad, porque establece y declara el significado de justicia y rectitud, la ley es ineludiblemente religiosa, puesto que establece en forma práctica los supremos intereses de una cultura. De igual manera, una premisa fundamental y necesaria en todo estudio de la ley debe ser,
Primero, un reconocimiento de esta naturaleza religiosa de la ley.
Segundo, se debe reconocer que en cualquier cultura la fuente de la ley es el dios de esa sociedad. Si la ley tiene su fuente en la razón del hombre, la razón es el dios de esa sociedad. Si la fuente es una oligarquía, una corte, senado o gobernante, esa fuente es el dios de ese sistema. Por eso, en la cultura griega la ley fue en esencia un concepto religiosamente humanístico.
A diferencia de toda ley derivada de una revelación, el nomos para los griegos se originaba en la mente (nous). Por tanto, EL nomos genuina no es una simple ley obligatoria, sino algo en lo cual una entidad válida en sí misma se descubre y se apropia. Es «el orden que existe (desde tiempo inmemorial), es válido y se pone en operación».
Debido a que para los griegos la mente era un ente con el orden supremo de las cosas, la mente del hombre era capaz de descubrir la ley suprema (nomos) con sus propios recursos, al penetrar por el laberinto de accidente y materia a las ideas fundamentales del ser. Como resultado, la cultura griega se volvió humanística, porque la mentalidad del hombre era una con lo supremo, y también neoplatónica, ascética y hostil al mundo de la materia, porque la mente, para ser fiel a sí misma, tenía que separarse de lo no-mente.
El humanismo moderno, la religión del Estado, ubica la ley en el Estado y hace del Estado, o del pueblo, representado por el Estado, el dios del sistema.
Como dijo Mao Tse-Tung: «Nuestro Dios no es otro que las masas del pueblo chino». En la cultura occidental, la ley ha ido pasando de Dios a las personas (o al estado) como su fuente, aunque el poder y la vitalidad históricos de Occidente han estado en la fe y la ley bíblicas.
Tercero, en una sociedad, cualquier cambio de la ley es un cambio de religión explícito o implícito. Es más, nada revela con mayor claridad el cambio religioso en una sociedad que una rebelión legal. Cuando los cimientos legales pasan de la ley bíblica a la ideología humanística, eso quiere decir que la sociedad deriva su vitalidad y poder del humanismo, y no del teísmo cristiano.
Cuarto, no es posible ningún desestablecimiento de la religión como tal en una sociedad. Una iglesia se puede desestablecer, y una religión en particular puede ser suplantada por otra, pero el cambio es a otra religión. Puesto que los cimientos de la ley son ineludiblemente religiosos, ninguna sociedad existe sin un cimiento religioso o sin un sistema de ley que codifique la moralidad de su religión.
Quinto, en un sistema de ley no puede haber tolerancia para otra religión. La tolerancia es un artificio que se usa para introducir un nuevo sistema de ley como preludio a una nueva intolerancia. El positivismo legal, fe humanística, ha sido salvaje en su hostilidad al sistema legal bíblico y ha aducido ser un sistema «abierto ». Pero Cohen, que dista mucho de ser cristiano, ha descrito muy bien a los positivistas lógicos como «nihilistas» y su fe como «absolutismo nihilista».
Todo sistema de ley debe mantener su existencia por hostilidad a todo otro sistema de ley y a cimientos religiosos foráneos, o de otra manera cometerá suicidio.
Al analizar ahora la naturaleza de la ley bíblica, es importante notar primero que, para la Biblia, la ley es revelación. La palabra ley en hebreo es Tora, que quiere decir instrucción, dirección autoritativa.
El concepto bíblico de la ley es más amplio que los códigos legales de la formulación mosaica. Se aplica a la palabra e instrucción divina en su totalidad: los profetas anteriores también usaron Tora para denotar la palabra divina proclamada por medio de ellos (Is 8:16, también el v. 20; Is 30:9; también tal vez Is 1: 10).
Aparte de esto, ciertos pasajes en los profetas más antiguos usaron la palabra Tora también para referirse al mandamiento de Yahvé que se escribió, como en Oseas 8:12. Además hay claramente ejemplos no solo de asuntos rituales, sino también de ética.
De ahí que en cualquier caso en este período Tora tenía el significado de una instrucción divina, sea que hubiera sido escrita mucho tiempo atrás como ley y preservada y pronunciada por un sacerdote, o si el sacerdote la estaba proclamando en ese momento (Lm. 2: 9; Ez 7: 26; Mal 2: 4s.), Dios comisiona al profeta para que la pronuncie para una situación definida (como tal vez en Is 30:9).
Así que lo que es objetivamente esencial en la Tora no es la forma sino la autoridad divina.
La ley es la revelación de Dios y su justicia. No hay base en las Escrituras para menospreciar la ley. Tampoco se puede relegar la ley al Antiguo Testamento y la gracia al Nuevo:
La tradicional distinción entre el AT como libro de la ley y el NT como libro de gracia divina no tiene base ni justificación. La gracia y misericordia divinas son la presuposición de la ley en el AT; y la gracia y el amor de Dios que se muestran en los eventos del NT dan entrada a las obligaciones legales del nuevo pacto.
Además, el AT contiene evidencia de una larga historia de desarrollos legales que se deben evaluar antes de que se entienda adecuadamente el lugar de la ley. Las polémicas de Pablo contra la ley en Gálatas y Romanos se dirigen contra un entendimiento de la ley que por ninguna manera es característico del AT como un todo.
No hay contradicción entre ley y gracia. La cuestión en la Epístola de Santiago es la fe y las obras, no la fe y la ley. El judaísmo había hecho de la ley la mediadora entre Dios y el hombre, y entre Dios y el mundo. Fue este concepto de la ley, y no la ley en sí misma, lo que Jesús atacó. Siendo él mismo el mediador, Jesús rechazó la ley como mediadora a fin de restablecer la ley al papel que le asignó Dios como ley, como camino a la santidad.
Estableció la ley al dispensar perdón como el legislador en pleno respaldo de la ley como la palabra convincente que hace pecadores a los hombres. La ley quedó rechazada solo como mediadora y como fuente de justificación. Jesús reconoció plenamente la ley, y la obedeció. Fueron solo las absurdas interpretaciones de la ley lo que rechazó.
Todavía más, No tenemos derecho a deducir de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios que él haya hecho alguna distinción formal entre la ley mosaica y la ley de Dios. Como su misión no era abrogar, sino cumplir la ley y los profetas (Mt 5: 17), muy lejos de decir algo en descrédito de la ley mosaica o alentar a sus discípulos a asumir una actitud de independencia respecto a ella, expresamente reconoció la autoridad de la ley mosaica como tal, y a los fariseos como sus intérpretes oficiales (Mt 23: 1-3).
Con la consumación de la obra de Cristo, el papel de los fariseos como intérpretes terminó, pero no la autoridad de la ley. En la era del Nuevo Testamento, solo la revelación recibida apostólicamente fue base para cualquier alteración de la ley.
La autoridad de la ley siguió sin cambio: San Pedro, p. ej., requirió de una revelación especial antes de entrar en la casa del incircunciso Cornelio y admitir al primer convertido gentil a la iglesia mediante el bautismo (Hch 10: 1-48), paso que no dejó de levantar oposición de parte de los que «eran de la circuncisión» (cf. 11: 1-18).
La segunda característica de la ley bíblica es que es un tratado o pacto. Kline ha mostrado que la forma del otorgamiento de la ley, el lenguaje del texto, el prólogo histórico, el requisito de dedicación exclusiva al protector, Dios, el pronunciamiento de imprecaciones y bendiciones, y mucho más, señalan al hecho de que la ley es un tratado que Dios estableció con su pueblo. En verdad, «la revelación inscrita en las dos tablas fue más bien un tratado o pacto de protección antes que un código legal».
El sumario del pacto completo, los Diez Mandamientos, fue escrito en cada una de las dos tablas de piedra, una tabla o copia del tratado para cada una de las partes del tratado: Dios e Israel.
Las dos tablas de piedra, por consiguiente, no se deben asemejar a una estela que contiene una de la media docena, o algo así, de códigos legales anteriores o casi contemporáneos a Moisés como si Dios hubiera inscrito en estas tablas un cuerpo de ley. La revelación que contienen es nada menos que un epítome del pacto concedido por Yahvé, el Señor soberano del cielo y de la tierra, a su siervo elegido y redimido, Israel.
No ley, sino pacto. Eso se debe afirmar cuando estamos buscando una categoría comprehensiva lo suficiente para hacer justicia a esta revelación en su totalidad. Al mismo tiempo, la prominencia de las estipulaciones, reflejadas en el hecho de que «las diez palabras» son el elemento usado como pars prototo, señala la centralidad de la ley en este tipo de pacto.
Probablemente no hay dirección más clara concedida al teólogo bíblico para definir con énfasis bíblico el tipo de pacto que Dios adoptó para formalizar su relación con su pueblo que el dado en el pacto que le dio a Israel para que realizara, es decir, «los diez mandamientos ». Tal pacto es una declaración del señorío de Dios, consagrando a un pueblo para sí mismo en un orden de vida dictado soberanamente.
Esta última frase es necesario recalcarla: el pacto es «un orden de vida dictado soberanamente». Dios como el Señor soberano y Creador le da su ley al hombre como un acto de gracia soberana. Es un acto de elección, de gracia electora (Dt 7: 7ss; 8: 17; 9: 4-6, etc.).
El Dios al que le pertenece la tierra tendrá a Israel como propiedad suya, Ex 19:5. Es solo en base a la elección y dirección de la gracia de Dios que se dan los mandamientos divinos al pueblo, y por consiguiente el decálogo, Ex 20: 2, coloca al mismo principio el hecho de la elección.
En la ley se ordena la vida total del hombre: «No hay distinción de primer orden entre la vida interna y la externa; el santo llamamiento al pueblo se debe realizar en ambas».
La tercera característica de la ley bíblica o pacto es que constituye un plan de señorío bajo Dios. Dios llamó a Adán para que se enseñoreara en términos de la revelación de Dios, la ley de Dios (Gen 1: 26 ; 2: 15-17).
Este mismo llamamiento, después de la caída, se exigió de la línea consagrada, y en Noé se renovó formalmente (Gen 9: 1-17). Se renovó de nuevo con Abraham, con Jacob, con Israel en la persona de Moisés, con Josué, David, Salomón (cuyos Proverbios hacen eco de la ley), con Ezequías y Josías, y finalmente con Jesucristo.
El sacramento de la Cena del Señor es la renovación del pacto: «Esta es mi sangre del nuevo testamento » (o pacto), así que el sacramento mismo restablece la ley, esta vez con un nuevo grupo elegido (Mt 26: 28; Mr. 14: 24; Lc 22: 20; 1ª Co 11:25).
El pueblo de la ley es ahora el pueblo de Cristo, los creyentes redimidos por su sangre expiatoria y llamados por su elección soberana. Kline, al analizar Hebreos 9: 16, 17, en relación a la administración del pacto, observa: El cuadro sugerido sería el de los hijos de Cristo (. 2: 13) que heredan su dominio universal como su porción eterna (note 9: 15b; cf. también 1: 14; 2: 5; 6: 17; 11: 7ss).
Y tal es la maravilla del Testador-Mediador mesiánico que la herencia real de sus hijos, que entra en vigor solo mediante su muerte, es no obstante ¡de corregencia con el Testador vivo! Porque (para seguir la dirección tipológica provista por Heb 9: 16, 17 según la interpretación presente) Jesús es a la vez Moisés muriendo y Josué triunfando. No meramente en figura sino en verdad un Mediador real redivivo, asegura la dinastía divina al triunfar él mismo en el poder de la resurrección y la gloria de la ascensión.
El propósito de Dios al requerir de Adán que se enseñoreara en la tierra sigue siendo su palabra de pacto continuado: el hombre, creado a imagen de Dios y con la orden de sojuzgar la tierra y enseñorearse en ella en nombre de Dios, es llamado de nuevo a esta tarea y privilegio mediante su redención y regeneración.
La ley es por consiguiente la ley para el hombre cristiano y para la sociedad cristiana. Nada es más mortífero ni más perjudicial que la noción de que el creyente está en libertad respecto a la clase de ley que puede tener. Calvino, cuyo humanismo clásico ganó prestigio en este punto, dijo de la ley de los estados, de los gobiernos civiles:
Notaré de pasada de qué leyes puede (el estado) servirse santamente delante de Dios, y a la vez ser justo con los hombres. E incluso preferiría no tratarlo, si no fuera porque veo que muchos yerran peligrosamente en esto.
Porque hay algunos que piensan que un estado no puede ser bien gobernado si, dejando a un lado la legislación mosaica, no se rige por las leyes comunes de las demás naciones. Cuán peligrosa y sediciosa sea tal opinión lo dejo a la consideración de los otros; a mí me basta probar que es falsa e insensata.
Tales ideas, comunes en círculos calvinistas y luteranos, y en virtualmente todas las iglesias, son de todas formas tontería heréticas. Calvino favorecía «la ley común de las naciones». Pero la ley común de las naciones en su día era la ley bíblica, aunque extensamente desnaturalizada por la ley romana. Y esta «ley común de las naciones» estaba evidenciando cada vez más una nueva religión: el humanismo.
El calvinismo quería el establecimiento de la religión cristiana; no pudo tenerla, ni podía haber durado en Ginebra, sin la ley bíblica.
Dos eruditos reformados, al escribir sobre el estado, declaran: «Debe ser siervo de Dios, para nuestro bienestar. Debe ejercer justicia, y tiene el poder de la espada». Sin embargo estos hombres siguen a Calvino al rechazar la ley bíblica a favor de «la ley común de las naciones».
Pero, ¿puede el estado ser siervo de Dios y soslayar la ley de Dios? Y, si el estado «debe ejercer justicia», ¿cómo se define la justicia, por las naciones o por Dios? Hay tantas ideas de justicia como religiones.
La pregunta, entonces, es, ¿cuál ley para el estado? ¿Será la ley positiva, la ley de las naciones, una ley relativista? De Jongste y Van Krimpen, después de clamar por «justicia» en el estado, declaran: «Una legislación estática válida para todos los tiempos es una imposibilidad».
¡Vaya! Entonces, ¿qué en cuanto al mandamiento, la legislación bíblica, por favor, «No matarás», y «No robarás»? ¿Acaso no tienen el propósito de ser válidos para todo tiempo y en todo orden civil? Al abandonar la ley bíblica, estos teólogos protestantes acaban en un relativismo moral y legal.
Los eruditos católicos ofrecen la ley natural. El origen de este concepto es la ley y la religión romana. Para la Biblia, no hay ley en la naturaleza, porque es una naturaleza caída y no puede ser normativa. Es más, la fuente de la ley no es la naturaleza sino Dios. No hay ley en la naturaleza sino una ley que está por encima de la naturaleza: la ley de Dios.
Ni la ley positiva ni la ley natural pueden reflejar otra cosa sino el pecado y la apostasía del hombre: la ley revelada es la necesidad y privilegio de la sociedad cristiana. Es el único medio por el que el hombre puede cumplir su mandato de la creación de ejercer dominio bajo Dios. Aparte de la ley revelada, el hombre no puede decir que está bajo Dios sino en rebelión contra Dios.

3. LA DIRECCIÓN DE LA LEY

Para entender la ley bíblica, es necesario entender también ciertas características básicas de esa ley. Primero, se declaran ciertas premisas o principios amplios.
Estas son declaraciones de ley básica. Los Diez Mandamientos nos dan esas declaraciones.
Los Diez Mandamientos no son, por consiguiente, leyes entre leyes, sino leyes básicas, de las cuales las varias leyes son ejemplos específicos. Un ejemplo de tal ley básica es Éxodo 20:15 (Dt 5:19): «No hurtarás».
Al analizar este mandamiento, «no hurtarás», es importante notar,
(A) que esto es positivamente el establecimiento de la propiedad privada, aun cuando, negativamente, castiga los atentados contra la propiedad. El mandamiento, de este modo, establece y protege un aspecto básico de la vida. Pero,
(B) incluso más importante, este establecimiento de propiedad parte, no del estado ni del hombre sino del Dios soberano y omnipotente. Todos los mandamientos tienen su origen en Dios, quien, como Señor soberano, dicta leyes que gobiernan su reino. Es más, se deduce que,
(C) puesto que Dios decreta la ley, cualquier ofensa contra la ley es una ofensa contra Dios. Sea que la ley se refiera a propiedad, persona, familia, trabajo, capital, iglesia, estado o cualquier otra cosa, su primer marco de referencia es a Dios. En esencia, romper la ley es ir de lleno contra Dios, puesto que todo y toda persona es creación suya. Pero David declaró, con referencia a sus actos de adulterio y asesinato: «Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos» (Sal 51: 4). Esto quiere decir, entonces,
(D) que la anarquía también es pecado, o sea, que cualquier acto de desobediencia civil, de familia, eclesiástico u otro acto social, es también una ofensa religiosa a menos que la desobediencia sea por obedecer primero a Dios.
Con esto en mente, de que la ley,
Primero, establece principios amplios y básicos, examinemos una segunda característica de la ley bíblica, es decir, que una porción principal de la ley es norma jurídica, o sea, ilustración del principio básico en términos de casos específicos.
Estos casos específicos a menudo son ilustraciones del alcance de la aplicación de la ley; es decir, al citar un tipo mínimo de caso, se revelan las jurisdicciones necesarias de la ley. Para evitar que tengamos excusa alguna para no entender y utilizar este concepto, la Biblia nos da su propia interpretación de tal ley, y la ilustración, que fue dada por San Pablo, deja en claro el respaldo a la ley que da el Nuevo Testamento.
Citamos, por consiguiente,
Primero, el principio básico,
Segundo, la norma jurídica y,
Tercero, la declaración paulina de la aplicación de la ley:
1. No hurtarás. (Ex 20: 15). La ley básica, declaración de principios.
2. No pondrás bozal al buey que trilla (Dt 25: 4). Ilustración de la ley básica, una norma jurídica.
3. Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros?
Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto. Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio (1ª Co 9: 9, 10, 14; el pasaje entero, 9: 1-14, es una interpretación de la ley).
Pues la Escritura dice: «No pondrás bozal al buey que trilla». Y, «Digno es el obrero de su salario» (1ª Ti 5: 18, cf. v. 17; la ilustración es para recalcar el requisito de «honor», o «doble honor» a presbíteros o ancianos, o sea, pastores de la iglesia). Estos dos pasajes ilustran lo que se pide, «No hurtarás», en términos de una norma jurídica específica, y revela el alcance de ese caso en sus implicaciones.
En su Epístola a Timoteo, Pablo se refiere a la ley que en efecto declara, como norma jurídica, que «digno es el obrero de su salario».
La referencia es a Levítico 19:13: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás.
No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana»; y a Deuteronomio 24:14: «No oprimirás al jornalero pobre y menesteroso, ya sea de tus hermanos o de los extranjeros que habitan en tu tierra dentro de tus ciudades» (v. 15). Jesús citó esto, Lucas 10:7: «el obrero es digno de su salario».
Si es pecado privarle a un buey de su comida, entonces también es pecado estafarle el salario a un hombre: es robo en ambos casos. Si robo es como Dios clasifica una ofensa contra un animal, ¿cuánto más lo será una ofensa contra el apóstol y ministro de Dios? La implicación entonces es que mucho más mortífero robarle a Dios. Malaquías lo dice con toda claridad:
¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.
Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos (Mal 3: 8-12).
Este tipo de norma jurídica ilustra no solo el significado de la norma jurídica en las Escrituras, sino también su necesidad. Sin norma, la ley de Dios pronto quedaría reducida a un ámbito en extremo limitado de significado. Esto, por supuesto, es lo que ha sucedido. Los que niegan la presente validez de la ley aparte de los Diez Mandamientos tienen como consecuencia una definición muy limitada de robo. Su definición por lo general se guía por la ley civil de su país, es humanística, y no es radicalmente diferente de las definiciones que dan los musulmanes, budistas y humanísticas. Pero, al analizar más tarde los casos de ley ilustrativos del precepto de «no hurtarás», veremos cuán largo alcance tiene su significado.
La ley, entonces,
Primero enuncia principios;
Segundo, cita casos para desarrollar las implicaciones de esos principios, y,
Tercero, tiene como propósito y rumbo la restitución del orden de Dios.
Este tercer aspecto es básico para la ley bíblica, e ilustra de nuevo la diferencia entre la ley bíblica y la ley humanística. Según un erudito, «la justicia en su sentido verdadero y propio es un principio de coordinación entre seres subjetivos».
Tal concepto de justicia no solo es humanístico sino también subjetivo. En lugar de un orden objetivo básico de justicia, hay más bien solo una condición emocional llamada justicia.
En un sistema de ley humanista, la restitución es posible y a menudo existe; pero, insisto, no es la restauración del orden fundamental de Dios sino de la condición del hombre. La restitución, entonces, es enteramente al hombre.
 La ley bíblica requiere restitución a la persona ofendida, pero incluso más básico a la ley es el requisito de la restauración del orden de Dios. No son solo los tribunales los que operan en términos de restitución. Para la ley bíblica, la restitución es, en verdad,
(A) algo que los tribunales deben exigir a todos los ofensores; pero, incluso más,
(B) es el propósito y rumbo de la ley en su totalidad, la restauración del orden de Dios, una creación gloriosa y buena que glorifica a su Creador. Todavía más,
(C) la divina corte soberana y la ley operan en términos de restitución en todo momento, para maldecir la desobediencia y estorbar con ello su reto y la devastación del orden de Dios, y para bendecir y prosperar la restauración obediente del orden de Dios.
La declaración de Malaquías respecto a los diezmos, para volver a nuestra ilustración, implica esto y, en verdad, lo indica explícitamente: que son «Malditos con maldición» por robarle a Dios sus diezmos. Por consiguiente, sus campos no son productivos, puesto que trabajan contra el propósito restrictivo de Dios.
La obediencia a la ley divina del diezmo, honrando en lugar de robarle a Dios, inundará a su pueblo con bendiciones. La palabra «inundación» es apropiada: la expresión «las cataratas de los cielos fueron abiertas» trae a colación el diluvio (Gen 7: 11), que fue un ejemplo clásico de una maldición. Pero el propósito de la maldición también es la restitución: la maldición impide que los injustos subviertan el orden de Dios.
Los hombres de la generación de Noé fueron destruidos en sus propósitos perversos, puesto que conspiraron contra el orden de Dios (Gen 6: 5), a fin de instituir los procesos de restauración por medio de Noé.
Pero, volvamos a nuestra ilustración original de la ley bíblica: «No hurtarás». El Nuevo Testamento ilustra la restitución después de una extorsión bajo la forma de impuestos injustos en la persona de Zaqueo (Lc 19: 2-9), a quien se declaró salvo después de anunciar su intención de hacer plena restitución.
La restitución está bien en mente en el Sermón del Monte (Mt 5: 23-26). Un erudito dijo: En Efesios 4:28, San Pablo muestra cómo se debía aplicar el principio de restitución. El que había sido ladrón no solo debe dejar de robar, sino también debe trabajar con sus manos para que pueda restaurar lo que había tomado indebidamente, pero en caso de que no se pudiera hallar a los que habían sufrido el daño, la restitución se debía hacer a los pobres.
Este hecho de restitución o restauración se expresa, en su relación a Dios, de tres maneras.
Primero, hay la restitución o restauración de la palabra ley soberana de Dios mediante proclamación. San Juan el Bautista, mediante su predicación, restauró la palabra ley a la vida del pueblo de Dios. Jesús lo declaró así: «A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron» (Mt 17: 11, 12).
Segundo, la restauración que viene al sujetar todas las cosas a Cristo y establecer un orden santo en el mundo (Mt 28:18-20; 2 Co 10:5; Ap. 11:15, etc.). Tercero, con la segunda venida hay una restauración total, final, que viene con la Segunda Venida, y hacia la cual se mueve la historia; la Segunda Venida es el acto total y culminante, y no el único acto de «los tiempos de la restauración» (Hch 3: 21).
El pacto de Dios con Adán le exigía que se enseñoreara sobre la tierra y la sojuzgara (Gen 1: 26) bajo Dios y según la palabra-ley de Dios. Esta relación del hombre con Dios fue un pacto (Os 6: 7). Pero toda la Escritura parte de la verdad de que el hombre siempre está en una relación de pacto con Dios.
Todos los tratos de Dios con Adán en el paraíso presuponen esta relación personal, porque Dios hablaba con Adán y se le revelaba, y Adán conocía a Dios al aire del día. Además, la salvación siempre se presenta como el establecimiento y realización del pacto de Dios, esta relación de pacto no se debe concebir como algo incidental, como un medio para un fin, como una relación que fue establecida mediante un acuerdo, sino como una relación fundamental en la cual Adán estuvo ante Dios en virtud de su creación.
La restauración de esa relación de pacto fue la obra de Cristo, su gracia para con sus elegidos. El cumplimiento de ese pacto es su gran comisión: someter todas las cosas y todas las naciones a Cristo y a su palabra ley.

El mandato de la creación fue precisamente el requisito de que el hombre sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella. No hay ni una sola palabra en las Escrituras que indiquen o impliquen que este mandato haya sido revocado. Hay palabras en las Escrituras que declaran que este mandato debe cumplirse y se cumplirá, y «la Escritura no puede ser quebrantada», según Jesús (Jn 10: 35). Los que intenten violarla serán quebrantados.

EL SÉPTIMO MANDAMIENTO. 1. EL MATRIMONIO

INTRODUCCIÓN

El propósito del sexto mandamiento, «No cometerás adulterio», es proteger el matrimonio.
Es importante, por consiguiente, analizar el significado bíblico del matrimonio a fin de comprender la significación de las leyes que gobiernan su violación.
La institución del matrimonio (Gn 2: 18-25) en Edén describe el significado del matrimonio en relación al hombre; esto se considerará más adelante. Pero primero se debe entender y analizar el significado del matrimonio en relación a Dios.
Si bien el matrimonio es de esta tierra, puesto que en el cielo ni se casan ni se dan en casamiento (Mt 22: 29, 30), tiene referencia y lo gobierna el Dios trino, como todas las cosas. La gran declaración de este hecho es Efesios 5: 21-23, que empieza con el mandamiento general: «Someteos unos a otros en el temor de Dios», que la Versión Latinoamérica traduce: «Expresen su respeto a Cristo siendo sumisos los unos a los otros». Calvino comentó sobre esto:
Dios nos ha unido tan fuertemente unos a otros que ningún hombre debería esforzarse por evadir sujeción; y donde el amor reina, se deben rendir servicios mutuos. No lo espero de reyes y gobernantes, cuya misma autoridad ostentan para servicio de la comunidad. Es altamente apropiado que todos seamos exhortados a sujetarnos unos a otros a la vez.
Así pues, se afirma un principio general de sujeción y servicio, y se cita al matrimonio como ilustrativo de este principio. Como Hodge lo anotó: «El apóstol insta a la obediencia mutua como deber cristiano, v. 21. Bajo esta cabeza trata de los deberes relativos de esposos y esposas, padres e hijos, amos y criados»6. El hombre, a través de los siglos, ha estado en revuelta contra esta necesidad de sujeción y servicio, y ha soñado más bien con poder autónomo. El joven Luis XIV expresó su placer con este concepto al duque de Gramont en 1661:
Luis: He estado leyendo un libro que me ha deleitado.
Gramont: ¿Cuál, señor?
Luis: Calcandille. Me agrada hallar allí poder arbitrario en manos de un hombre, y todo es hecho por él o por órdenes suyas, y no le rinde cuentas de sus actos a nadie, y todos sus súbditos sin excepción le obedecen ciegamente. Tal poder ilimitado es lo más cercano al de Dios. ¿Qué piensas, Gramont?
Gramont: Me alegra que su majestad esté leyendo, pero quisiera preguntarle, ¿ha leído Calcandille por entero?
Luis: No, solo el prefacio.
Gramont: Pues bien, lea su majestad el libro entero, y cuando haya terminado, verá cuántos emperadores turcos murieron en sus camas y cuántos llegaron a un fin violento. En Calcandille uno halla amplia prueba de que un príncipe que puede hacer lo que se le antoje, nunca debe ser tan necio de hacerlo.
Con el anarquismo, este sueño de poder autónomo ha llegado a ser la esperanza de un número elevado de personas.
Este principio general de sujeción y servicio se arraiga en mucho más que la interdependencia de los hombres; más bien, se basa en una fe teocrática. Los hombres deben estar en sujeción unos a otros, y en servicio mutuo (Ef 5: 22-29), no porque las necesidades de la humanidad lo requieran sino por temor a Dios y en obediencia a su palabra-ley. La interdependencia humana existe debido a que la dependencia previa en Dios requiere la unidad de su creación bajo su ley.
Es más, debido a que el hombre no es Dios, el hombre es un súbdito, súbdito primordial y esencialmente de Dios, y de otros solo en el Señor. Cuando el hombre rechaza su sujeción a Dios y proclama su autonomía, no gana independencia con eso. La sujeción de hombre a hombre continúa en grupos paganos, marxistas, socialistas fabianos, anarquistas y ateos, pero esta sujeción no es ajena a los límites de la ley de Dios.
La sujeción bíblica de hombre a hombre, y de la esposa a su esposo, es en todo punto gobernada y limitada por la sujeción previa y absoluta a Dios, de la cual todas las demás sujeciones son aspectos. El señorío previo y absoluto de Dios limita y condiciona de esta manera toda situación del hombre y no permite delitos sin transgresión.
Negar el principio bíblico de sujeción es abrir la puerta al totalitarismo y a la tiranía, puesto que ningún límite permanece entonces sobre el deseo del hombre de dominar y usar a su semejante.
El principio bíblico de sujeción condiciona toda relación personal por el requisito previo y jurisdicción gobernante total de la ley de Dios, de modo que todas las relaciones personales en la tierra están limitadas y las restringe la palabra-ley de Dios. Por eso, el mandamiento bíblico de sumisión (Ef 5: 22) no coloca a las esposas en servidumbre sino que más bien la sitúa en la libertad y seguridad de una relación personal que Dios ordenó.
Sin la fe bíblica, el único factor que sostiene al matrimonio es el frágil vínculo de los sentimientos. Mary Carolyn Davies, en su poema: «Un matrimonio», escribió:
Tomaste mi nombre y tomaste mi orgullo
No me dejaste gran cosa aparte,
Sino el sentimiento que asegura:
¡Cierto gozo al ser tuya!
¡Propiedad! Eso es lo que quería decir.
¡Propiedad! ¡Y nos contentamos!
Ahora te has ido; y ¿qué puedo yo ser excepto propiedad?.
Cuando el sentimiento es la base del matrimonio y no un principio religioso, en última instancia el matrimonio se vuelve robo, y cada cónyuge utiliza al otro y luego se va cuando no hay nada nuevo que ganar. De nuevo, Mary Carolyn Davies capta la impersonalidad materialista de las relaciones sexuales cuando están divorciadas de la moralidad bíblica:
«Ahí tienen a una mujer», Le dicen a todos los hombres,
«Un poco embarrada por la vida; Un poco estropeada por el amor,
Un poco estirada, un poco manchada». Ah sí, son perdonadores.
A ti que hiciste el mal lo dicen, pero de mí,
Como repollo en el mercado, críticamente,
Dirán: «No está lo tierna que debería estar».
Los sentimientos románticos, la explotación mutua y la autocompasión llegan a ser la suerte de los que reducen la relación entre hombre y mujer a una libertad anárquica fuera de la ley de Dios.
El principio bíblico de sujeción es jerárquico en que hay clases o niveles de autoridad, pero esto no quiere decir que todos los niveles no sean responsables de manera directa y absoluta a Dios en términos de su palabra-ley. Según San Pablo, «el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador» (Ef 5: 23). Sobre este principio fundamental, San Pablo añade: «Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo» (Ef 5: 24). El comentario del muy reverendo Alfred
Barry sobre estos versículos es de interés aquí:
Cristo no solo la es la Cabeza, sino «Salvador del Cuerpo», o sea, «de su cuerpo, la iglesia», y no solo le enseña y gobierna, sino que por su unidad le infunde la nueva vida de la justificación y santificación. Aquí ningún esposo puede ser como Él, y por consiguiente, nadie puede decir que tiene la dependencia absoluta de fe que es solo de Él por derecho.
La sumisión de la iglesia de Cristo es una sujeción libre, que brota de la fe en la absoluta sabiduría, bondad y amor indecible de Cristo. De aquí concluimos
(1) que la subordinación de la esposa no es por compulsión y temor, como la de una esclava, sino que surge de la libertad y la preserva; luego;
(2), que puede existir, o en cualquier caso perdurar, solo a condición de sabiduría y amor superiores en el esposo; tercero;
(3), que en tanto que es como la subordinación más alta en clase, no puede ser igualmente perfecta en grado; aunque es real «en todo», no puede ser absoluta en nada. El antitipo es, como siempre, mayor que el tipo.
Este sesudo enunciado yerra el punto del pasaje al basar la obediencia en el amor antes que en la ley. La obediencia de la esposa no es condicional a la «sabiduría, bondad y amor superiores del esposo»; no hay nada en la ley que indique esto. La interpretación de Barry niega en efecto que la declaración de San Pablo sea la palabra-ley de Dios; más bien es una descripción que hace de Barry de las relaciones maritales . Lenski cae en el mismo error. Él comenta: «Esta es también una auto sujeción voluntaria y no subyugación».
Por cierto, la sujeción de una esposa a su esposo no es esclavitud, ni subyugación involuntaria. San Pablo no está preocupado por los sentimientos, ni por la actitud voluntaria de la esposa; está enunciando la ley de Dios y estableciendo su significado. Hablar de la ley sin citar el hecho de que es ley es por cierto exégesis extraña. Requiere una ceguera curiosa.
Lo que San Pablo quiere decir es que todo el universo es de sumisión a la autoridad, y que el cumplimiento de cada aspecto es el desempeño de sus deberes en términos de esa sumisión. Es la posición y realización de la esposa estar en sumisión a su esposo en toda autoridad debida. Así como Cristo es cabeza de la iglesia y salvador de su cuerpo, la iglesia, la autoridad del esposo se debe ejercer a favor de la salud y fortalecimiento de su esposa y familia. Así como la iglesia debe someterse a Cristo, la esposa debe someterse a su esposo «en todo» (Ef 5: 24).
Hodge comentó sobre esta frase:
Así como el versículo 22 enseña la naturaleza de la sujeción de la esposa a su esposo, y el versículo 23 es su base, este versículo 24 enseña su extensión.
Ella debe estar sujeta… en todo. Es decir, la sujeción no está limitada a una sola esfera o segmento de la vida social, sino que se extiende a todas. La esposa no está sujeta en algunas cosas, y es independiente en otras, sino que está sujeta en todo. Esto, por supuesto, no quiere decir que la autoridad del esposo es ilimitada. Enseña su extensión, no su grado.
Se extiende a todos los segmentos, pero es limitada en todos; primero, por la naturaleza de la relación; y en segundo lugar, por la autoridad más alta de Dios. Ningún superior nuestro sea amo, padre, esposo o magistrado puede hacer que sea obligatorio para nosotros hacer lo que Dios prohíbe, o que no hagamos lo que Dios ordena. Así que siempre y cuando nuestra lealtad a Dios se preserve, y la obediencia al hombre se haga parte de nuestra obediencia a Dios, retenemos nuestra libertad y nuestra integridad.
En un mundo sin sumisión a la ley y a las autoridades bajo la ley, muy rápidamente solo la fuerza anárquica prevalecerá, y por cierto nada puede ser más destructivo para el bienestar de una mujer o de un hombre. El mundo de la ley de Dios y las autoridades ordenadas por Dios es la verdadera libertad del hombre.
Es solo cuando establecemos primero la primacía de esta ley y autoridad que podemos, con Barry y Lenski, hablar de esa sumisión voluntaria a la ley y autoridad como la felicidad y realización del hombre. Aquí el asunto lo dice mejor Ingram, que empieza con la ley y ve el asentimiento como asentimiento a la ley:
El testimonio público al consentimiento mutuo y los votos matrimoniales: estas son las cosas que hacen un matrimonio.
La integridad de todo el argumento moral de los Diez Mandamientos empieza a destacarse incluso más claramente en esto. El misterio de hacer y cumplir un voto de lealtad, una promesa, a Dios, a un cónyuge, y el tomar el nombre de Dios en un juramento solemne, son las cosas sobre las cuales está edificada la ley moral. Estos son los cimientos de la sociedad. Éstas son las cosas que se mantienen viva y en fuerza al inflingir penas por romperlas.
Las promesas, votos, juramentos, lealtades se desvanecen si se rompen con impunidad. La sociedad sigue cumpliendo promesas y castigando las violaciones.
El crédito es una extensión del principio en el mundo de los negocios.

EL CONTRATO SE ESTABLECE CON UNA PALABRA DADA, Y NO ES MEJOR QUE ESA PALABRA.

El vínculo de lealtad o el efecto de una promesa está en lo que pudiéramos llamar el mundo del espíritu; no tiene forma, ni peso, ni tamaño; no se puede tocar, ni ver ni oír. Pero controla la vida humana.
Lo que un adúltero en realidad hace es romper un voto solemne. Con su acción pisotea el matrimonio mismo, se burla de Dios y de la sociedad, y en sentido figurado arroja esa promesa al recipiente de basura, despojada ya de todo su valor.
Dios condiciona ciertas promesas y amenazas al hombre y a la sociedad al cumplimiento o violación de su palabra-ley. El desprecio calculado del hombre de esa palabra-ley es una declaración implícita o explícita de que el hombre remplaza la autoridad de

DIOS CON LA PROPIA, Y QUE ESA SUMISIÓN MORAL SE NIEGA EN FAVOR DE LA AUTONOMÍA.

La alternativa a la sumisión es la explotación, no la libertad, porque no hay verdadera libertad en la anarquía. El propósito de la sumisión no es degradar a las mujeres en el matrimonio, ni degradar a los hombres en la sociedad, sino llevarlos a mayor prosperidad y paz bajo el orden de Dios. En un mundo de autoridad, la sumisión de la esposa no es en aislamiento ni en un vacío.
Se establece en un contexto de sumisión de parte de los hombres a la autoridad; en un mundo así, los hombres enseñan los principios de autoridad a sus hijos e hijas y procuran inculcar en ellos la responsabilidad de la autoridad y obediencia. En un mundo así, la interdependencia y el servicio prevalecen.
En un mundo de anarquismo moral, no hay ni sumisión a la autoridad ni servicio, que es una forma de sumisión. Un esposo y padre que usa su autoridad y sus ingresos sabiamente para promover el bienestar de toda la familia está sirviendo al bienestar de todos. Pero en un mundo que niega la sumisión y la autoridad, todo hombre se sirve solo a sí mismo y procura explotar a los demás.
Los hombres explotan a las mujeres, y las mujeres explotan a los hombres. Si la mujer envejece, la abandonan. Si el ingreso del hombre se reduce, lo abandonan si se presenta una mejor oportunidad. El mundo del «jet set», y la arena del teatro, nos proveen de abundantes ejemplos del hecho de que el mundo del anarquismo y la iniquidad, o sea, el mundo fuera de la ley de Dios en lo que respecta a la sumisión, es un mundo de explotación, en particular de explotación sexual.
Otro hecho significativo aparece en la declaración de San Pablo en Efesios: aunque las Escrituras repetidas veces dan por sentado y citan el amor como un aspecto de la relación de la mujer a su esposo, aquí San Pablo no cita el amor con referencia a la esposa y su reacción a su esposo. La primacía se da a la sumisión de parte de la esposa, y el amor de parte del esposo.
El amor del esposo, sin embargo, se define como servicio, y se le compara con la obra redentora de Cristo por su iglesia (Ef 5: 22-29). Por tanto, la evidencia de amor del esposo es su gobierno sabio amante de su familia, en tanto que la esposa demuestra su amor en sumisión. En ambos casos, la sumisión y la autoridad están dirigidas, no por los deseos de las partes que participan, sino por la palabra-ley de Dios. En donde la sumisión y la autoridad tienen sus premisas en la ley de Dios, esa sumisión y autoridad interactúan.
El esposo se somete a Cristo y a toda autoridad debida, y la esposa se somete a su esposo y por consiguiente promueve su ejercicio de autoridad en todo ámbito y llega a ser la ayuda idónea de su esposo en su autoridad y dominio. La esposa normalmente deriva su estatus de su esposo, y socavarlo a él es socavarse ella misma. De modo similar, «también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos.
El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia» (Ef 5: 28, 29). La base de tal relación es la fe, y obediencia por fe a la palabra-ley de Dios.
La autoridad y la ley no son esencialmente físicas sino primordialmente del espíritu; donde los hombres reconocen la religión y la fe que establece la autoridad, allí se respetan las manifestaciones físicas de la autoridad. Si se derrumban los cimientos religiosos de la autoridad, esa autoridad enseguida se derrumba y desaparece. Por esto, muy poca labor policial se necesita en India para mantener a los hindúes en una dieta vegetariana, puesto que esa dieta la soporta la fe religiosa más estricta, pero sería casi imposible imponerles hoy esa dieta a los estadounidenses.
Cuando se niega la fe bíblica que sostiene la vida de la familia occidental, también se altera la naturaleza de la relación matrimonial. El relativismo humanista del hombre moderno disuelve los lazos entre el hombre y la mujer en todo lo que tiene que ver con cualquier ley y valor objetivos y los reduce a lazos puramente relativos y personales. Ahora un lazo puramente personal es impersonal en su opinión sobre otras personas.
Un hombre cuyo juicio lo gobiernan solo sus consideraciones personales, no considera las consideraciones de los demás, excepto en la medida en que pueda usarlas para promover sus propios fines. Como resultado, prevalece el externalismo. Por eso, el grotesco humanista, Thomas More, abogaba en Utopía que los novios se deberían desnudos antes de decidir casarse. Cuando Sir William Roper elogió este aspecto de Utopía y pidió que se lo aplicaran a las dos hijas de More, a quienes él estaba cortejando, More llevó a Roper al dormitorio en donde las dos jóvenes dormían juntas, «de espaldas, con sus batas de dormir subidas hasta sus axilas.
More retiró las frazadas, y las muchachas por pudor se dieron la vuelta. Roper le dio una palmada a una en el trasero, diciendo: “Ya he visto ambos lados; tú eres mía”». El hecho de que Roper tuvo un matrimonio feliz no altera el hecho de que fue una falta de respeto lo mismo del padre que del esposo. Si Roper y su esposa no hubieran tenido un trasfondo de fe católico romano estricto, los resultados no hubieran sido tan felices.
El externalismo del anarquista es ajeno a la jerarquía de autoridad que es básica en el orden-ley de Dios. Esta autoridad descansa en una doctrina de Dios, y, con respecto al matrimonio, un aspecto central del significado de matrimonio es que es un tipo de Cristo y su iglesia (Ef 5: 25-32). En Efesios 3: 14, 15 San Pablo habla de Dios como Padre de todas las familias en el cielo y la tierra, o, más literalmente, el «Padre de todas las paternidades» según Simpson:
Dios mismo es el arquetipo de la paternidad, tenuemente esbozado por la paternidad humana. De su mano creativa han procedido todos los seres racionales en toda su multiplicidad de aspectos y modales y usos, divergentes o interrelacionados.
Al «Padre de los Espíritus» le deben su existencia y las condiciones que los han estampado con impresiones tanto individuales como colectivas, o un alcance y órbitas reales o potenciales.
La traducción de James Moffat [al inglés] de este pasaje dice: «Por esta razón, entonces, me arrodillo ante el Padre de quien toda familia en el cielo y la tierra deriva su nombre y naturaleza». El nombre y naturaleza de todas las relaciones terrenales se deriva del Dios trino, así que no hay ley, ni sociedad, ni relación personal, ni justicia, ni estructura, ni diseño, ni significado aparte de Dios, y todos estos aspectos y relaciones de la sociedad son tipos de lo que existe en la Deidad. El infierno no tiene nada de esto, sino existencia estricta, que en sí misma es creación de Dios. Negar a Dios es en última instancia negarlo todo, puesto que todas las cosas vienen de Dios y testifican de Él.
Según Simpson, la tipología del matrimonio y su relación a Cristo y la iglesia tiene cuatro implicaciones.
Primero, establece el hecho del dominio, que es básico al propósito de Dios y su reino.
Segundo, tiene referencia a devoción o sacrificio propio.
Tercero, es en términos de un diseño, un propósito y destinos soberanos.
Cuarto, declara la derivación.
El «una carne» que menciona San Pablo no quiere decir, como Hodge señaló, una «identidad de sustancia, sino comunidad de vida». Tal como el infierno es la pérdida final y total de toda sociedad, el verdadero matrimonio, como todo aspecto de la vida santa, es una realización de una fase de la vida en sociedad bajo Dios. San Pablo, al citar Génesis 2:24 en Efesios 5: 31 dice con claridad que le ha dicho a la iglesia de Éfeso lo que fue declarado desde el principio.
El «misterio grande» del que Pablo habla en Efesios 5:32 es, según Calvino, «el que Cristo le instila a la iglesia su propia vida y poder». En donde la vida y poder se reciben fielmente, y cada autoridad, que recibe directamente la gracia de Dios y también a través de las autoridades debidas, desempeña sus deberes de sumisión y autoridad fielmente, el reino de Dios florece y abunda.
 Con respecto a la salvación y providencia de Dios, Cristo es el único mediador entre Dios y el hombre. Pero la gracia de Dios se mueve, no solo directamente de Dios al hombre por medio de Cristo, sino también por medio del hombre al hombre conforme ellos desempeñan sus deberes bajo Dios. ¿Qué miembro del pacto con padres santos puede negar que sus padres, por sus oraciones, su disciplina, su amor y sus enseñanzas no les revelan la gracia y el orden-ley de Dios?
El hecho de que su salvación sea por entero obra de Dios no altera la realidad de los instrumentos del pacto. El que estos instrumentos del pacto son instrumentos en las manos de Dios se debe reconocer con claridad, y negarles incluso ese estatus es negar el orden de Dios. Los pastores, padres, maestros, autoridades civiles, y todos los demás, conforme desempeñan fielmente sus deberes bajo Dios, median de hombre a hombre el orden, la justicia, la ley, la gracia, la palabra y el propósito de Dios.
Claramente y sin duda, «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1ª Ti 2: 5).
El protestantismo ha sostenido correctamente la exclusividad de esa mediación, pero, se debe añadir, ha hecho daño al negar a menudo que haya una mediación entre los hombres. Un estado santo, que aplica el orden-ley de Dios fielmente y con cuidado, claramente media la justicia de Dios a los malhechores y su cuidado por los suyos. Es por esto que las Escrituras se refieren a las autoridades a quienes se da la palabra de Dios, o sea, que son establecidas como autoridades por la palabra de Dios, como «dioses», porque establecen o median un aspecto del orden de Dios (Jn 10: 24, 35). La alternativa a la mediación es el anarquismo, y tampoco servirá travesear con la palabra «mediación» hasta que se alteren los diccionarios.
Todo aspecto legítimo de administración es mediación, en la que el orden-ley de Cristo es mediado por la iglesia, el estado, la escuela, la familia, la profesión y la sociedad. Administrar es mediar, porque un administrador no aplica su propia regla sino una más alta a la situación que está bajo su autoridad. Esto implica una jerarquía de autoridades, y la regla o estándar más alto de todas las jerarquías en cuanto a los hombres es la Biblia, la palabra escrita de Dios.
El Nuevo Testamento testifica en abundancia que Cristo mismo confirmó en su encarnación la necesidad de sumisión y la validez de la autoridad por su propio ejemplo. A este hecho también una Compilación de la Misa de la Fiesta de la Sagrada Familia da testimonio hermoso:

Oh Señor Jesucristo, que, estando sujeto a María y a José, santificaste la vida del hogar con virtudes indecibles: concédenos, que, por la ayuda de ambos, podamos ser enseñados por el ejemplo de tu Sagrada Familia, y alcanzar la comunión eterna con ella; que vives y reinas con Dios Padre en unidad con el Espíritu Santo, Dios, mundo sin fin. Amén.