1. CRISTO Y LA LEY
Una de las declaraciones bíblicas
más importantes y peor comprendidas de todas respecto a la ley es la
declaración de nuestro Señor en el Sermón del Monte:
No penséis que he venido para
abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir.
Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota
ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido (Mt 5: 17, 18).
Dos palabras diferentes se usan
para expresar la idea de cumplimiento. La palabra que se traduce «cumplir» en
el versículo 17 es plerosai, relativa
a pleroma; quiere decir hacer
completo, rebosar, llenar, derramar, hacer que abunde, penetrar.
Se dice que los cristianos son plervustai, llenos del poder del Espíritu
Santo (Col 2: 10; Ef 3: 19). Cristo «llena» el universo con su poder y
actividad (Ef 4: 10, pleroun).
La palabra quiere decir llenar y mantener lleno, o sea, poner en vigencia como
algo continuo. Nuestro Señor declaró que había venido para poner la ley en vigencia
y mantenerla vigente.
En el versículo 18 la palabra que
se usa es genetai, de ginomai, llegar a ser, hacer que
pase, suceder. La ley llega a ser la realidad de la vida del mundo hasta el fin
del mundo. Esto nos da una perspectiva muy diferente del significado de «cumplir»
que las de aquellas interpretaciones que ven que su significado ha terminado, o
sea, el cumplimiento de la ley como el fin de la ley. No hay indicios de tal
significado en el texto.
Más bien, Cristo como el Mesías o
Rey, debido a que ha venido, declaró de nuevo la validez de la ley y su
propósito de ponerla en vigencia. Esto fue poderosamente enunciado en «A Sermon
Preached Before the House of Commons in Parliament at their Public Fast,
November 17,1640» [«Un sermón predicado ante la Cámara de los Comunes en el
Parlamento en su ayuno público, el 17 de noviembre de 1640»], por Stephen
Marshall:
Primero. Este es el cetro por el cual Cristo gobierna: Que Su Palabra more
con un pueblo es la prueba más grande de que ellos lo tienen como su Príncipe, y.
Él los reconoce como sus súbditos. ¿Hay alguna nación estimada
como parte del dominio de un Príncipe, que no esté gobernada por sus leyes?
Tampoco puede ser considerada reino de Cristo ninguna tierra donde la
predicación de la Palabra, que es la vara
de su poder, no está establecida.
Y el Señor ha considerado siempre
que los que obstaculizan su Palabra son los hombres que no quieren que Cristo
los gobierne.
En segundo lugar, si todas las buenas leyes del mundo fueron hechas, sin esto,
no llegarán a nada; hagan lo que hagan, nunca llegarán a aquello a lo que
apuntan. Los magistrados y ministros de justicia no las ejecutarán, y el pueblo
no las obedecerá. Los lugares oscuros
de la tierra están siempre llenos de las habitaciones de maldad.
Pero si Cristo golpea la tierra con la vara de su boca,
el lobo morará con el cordero, y el
leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. No
habrá nada que haga daño o destruya donde gobierna el cetro de Cristo; sus
leyes no pueden darles nuevos corazones a los hombres, ni nueva fuerza; eso es
el privilegio de la ley de Cristo.
El hecho de que el Rey vendría
para imponer su reinado y su ley lo dijo de manera contundente Juan el Bautista.
Habló de «la ira que vendrá» (Mt 3: 7; Lc 3: 7), es decir, los veredictos del
rey. «Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto,
todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego» (Mt 3:10; Lc
3:9).
El Rey se proponía juzgar y
«purgar por completo» su reino (Mt 3: 12). Cuando los creyentes le preguntaron
a Juan: «Entonces, ¿qué haremos?» (Lc 3: 10), Juan contestó que debían hacer
dos cosas: primero, obedecer la ley, y, segundo, manifestar bondad a los necesitados
(Lc 3: 11-14).
La tentación de Cristo no se
puede entender separada de la ley. Las tentaciones que le presentó Satanás
requerían una declaración de independencia de Dios y su ley y la decisión de la
voluntad de la criatura como ley suprema.
La respuesta de Cristo a cada
tentación fue una cita de la ley: Deuteronomio 6: 16; 8: 3, y 10: 20 ( Jos 24:
14; 1ª S 7: 3). El rumbo de la historia tenía que derivarse no de la voluntad
del hombre, sino de la ley de Dios. Como Rey, Jesús declaró el camino de Dios o
«Tora»; y como Rey, echó fuera demonios (Lc 4:31-37). Los demonios reconocieron
su calidad de rey en el proceso (Lc 4:34; cf. Is 49:7). Jesús declaró ser «el
Hijo del hombre» y «Señor» del sabbat (Mt 12:8; Lc 6:5; Mr2:28).
El Sermón del Monte en particular
identifica a Cristo como Rey y Legislador. Invitó a una comparación con Moisés
al declarar la ley desde un monte (Mt 5: 1); dijo con toda claridad que era más
grande que Moisés, y que él era Dios Rey, al no declarar «así dice el Señor»,
sino: «Yo os digo» (Mt 5:18).
En Deuteronomio, Dios pronuncia
las maldiciones y bendiciones; en el Sermón del Monte Jesús mismo pronuncia las
bendiciones o bienaventuranzas (Mt 5: 3-11). Como Rey soberano y universal,
Jesús también es la fuente de toda ley, y él mismo la ley u orientación de la
existencia.
Como principio de la ley y fuente
de toda bendición, declaró ser el nuevo shibolet por el cual los hombres son
probados y juzgados.
San Pedro identificó a Jesús como
el shibolet de Dios: «Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre
bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch 4: 12).
Como Rey, Jesús enfáticamente
subrayó su ley soberana:
De manera que cualquiera que
quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres,
muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga
y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os
digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el reino de los cielos (Mt 5: 19-20).
Puesto que es el Legislador,
Jesús también determina las maldiciones y las bendiciones de la ley; aquí habló
de las consecuencias temporales y eternas de la misma y declaró que Él era
quien determinaba esas consecuencias. Esto fue una identificación implícita de
Dios y la ley con Cristo.
Cristo luego procedió a
desarrollar las plenas implicaciones de la ley, sus implicaciones personales y
civiles, sus exigencias al corazón y a la mano. Enojarse «sin causa» con un hermano
del pacto es cometer homicidio en el corazón (Mt 5: 21-24). El adulterio se
prohíbe tanto de pensamiento como de acción (Mt 5: 27-28). Contra las prácticas
lenitivas del día, se vuelve a enunciar la ley bíblica del divorcio (Mt 5: 31-32).
El tercer mandamiento se refuerza
y recalca contra el uso descuidado de los juramentos (Mt 5: 33-37). Las
limitaciones de la ley al tratar con una potencia extranjera que controla la
legalidad se citan en Mateo 5:38-42; la Ley no puede ser implementada por sus
enemigos. Nuestra obligación incluso entonces es cumplir la ley, y el amor es
el cumplimiento de la ley, hacia nuestros enemigos (Mt 5: 43-48).
Las leyes de benevolencia también
se analizan en términos de su obediencia interna, así como también los
requisitos de adoración y oración (Mt 6: 1-23).
Se requiere confianza en el
gobierno del Rey (Mt 6:24-34). Dios el Rey sabe nuestras necesidades; no nos
atrevemos a dudar de su gobierno, ni a ser «de poca fe» (Mt 6:30).
No se puede hacer de los
estándares personales un principio de juicio; la ley de Dios es el único
criterio (Mt 7: 1-5). Se nos dan advertencias para capacitarnos para juzgar, y
se nos ordena confiar en Dios, que es más fiel a nuestro favor que nuestros
padres humanos.
La prueba de la ciudadanía en el
reino de Dios es obediencia a «estas palabras» (Mt 7:24). Construir sobre
Cristo y su Ley y Palabra es construir sobre una «Roca» (antiguo símbolo de
Dios), pero construir sobre la palabra del hombre es construir sobre la arena.
Un derrotero conduce a la seguridad, el otro al desastre (Mt 7: 21-27).
Se nos dice el asombro de sus
oyentes, «porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
escribas» (Mt 7: 29). La palabra que se traduce «autoridad» es exousía, que quiere decir poder de
elección, autoridad, la libertad de hacer como a uno le place, poder de
derecho. Jesús enseñaba con autoridad; declaró ser el principio de las
maldiciones y las bendiciones; los hombres se levantan o caen según Sus
condiciones. Deuteronomio 28 queda reforzado en su persona, porque él es la ley
encarnada, Dios encarnado, el «camino» (Jn 14: 6).
Los fariseos y gobernantes
entendían todo esto mejor que los discípulos y el pueblo. A diferencia de la
interpretación laxa que aquellos le daban a la ley, Jesús se declaró como defensor
de la ley en su plena fuerza, y como Legislador.
Por eso procuraron abochornarlo
obligándolo a una decisión impopular en el caso de la mujer sorprendida en
adulterio (Jn 8: 11). Con respecto a los impuestos, trataron de nuevo de
acorralarlo y llevarlo a una declaración que dañaría su posición como campeón
de la ley (Mt 21: 15-22; Mr 12: 14; Lc
20: 22).
Los saduceos trataron de reducir
a contrasentido la doctrina de la resurrección, así como la ley del levirato, y
de nuevo Jesús los dejó perplejos con las Escrituras (Mt 22: 23-33).
Los retos repetidos a Jesús de
parte de los dirigentes del pueblo fueron en términos de la ley. Se hizo un
esfuerzo determinado para negarle el estatus de campeón de la ley, porque las
afirmaciones de Cristo eran una acusación contra ellos como orden legal
establecido, como los gobernantes de su día.
La contraparte de las
bienaventuranzas del Sermón del Monte fue la maldición sobre los dirigentes del
pueblo que pervertían la ley, que Cristo muchas veces mencionó, especialmente
en Mateo 23. Sobre estos pervertidores de la ley de Dios descendería «toda la
sangre justa que se ha derramado sobre la tierra» (Mt 23: 35), exigiendo la
plena venganza de la ley.
No se podía pronunciar una
maldición más aterradora; la sentencia más severa de toda la historia: «Habrá
entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo
hasta ahora, ni la habrá» (Mt 24: 21). Este fue el juicio del Rey que declaró:
«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28: 18). Ese poder
trae maldición total a los que se oponen a Él, su reino y su ley; pero Él es la
bienaventuranza de su pueblo del pacto.
2. LA MUJER SORPRENDIDA EN ADULTERIO
En el curso de nuestro análisis
de la ley se hicieron repetidas referencias a la confirmación de la misma en
los Evangelios. No es nuestro propósito repetir esas confirmaciones ni intentar
producir un catálogo exhaustivo de toda referencia a la ley en los Evangelios.
Un acontecimiento, sin embargo, aunque citado con algún detalle anteriormente,
merece más atención: el relato de la mujer sorprendida en adulterio, según Juan
8: 1-11.
Debido a que se ha citado este
incidente en particular como ejemplo de la revocación de la ley, como ejemplo
por excelencia necesita más atención porque es más bien una confirmación de la ley.
Si el incidente hubiera sido
antinomiano en algún sentido, les hubiera dado a los escribas y fariseos
exactamente la acusación que querían para condenar a Jesús.
La acusación de Jesús contra los
escribas y fariseos era precisamente su antinomianismo; él los había denunciado
fuerte y públicamente por su descuido de la ley al seguir la tradición (Mt 15: 1-10).
No había respuesta posible contra esta acusación; claramente los dirigentes del
pueblo habían marginado la ley mediante su tradición legal humanista.
Todo el punto de ataque de estos
dirigentes era tratar de mostrar que Jesús, al verse confrontado con los hechos
duros de un caso concreto, no sería un defensor más estricto de la ley que
ellos. El ejemplo culminante de este esfuerzo por abochornar a Jesús fue este
incidente de la mujer sorprendida en adulterio.
Pedir la plena imposición de la
ley, la pena de muerte, hubiera sido invitar hostilidad, porque la actitud
prevalente era de lenidad moral. Negar la pena de muerte hubiera permitido a
los fariseos acusar a Jesús de hipocresía; él habría estado entonces en la misma
escuela de pensamiento de los fariseos que condenaba. Por supuesto, Jesús no
tomó una posición antinomiana, porque los fariseos se fueron confundidos, y el incidente
obviamente confirmó a Jesús como defensor de la ley.
Una mujer había «sido sorprendida
en el acto mismo de adulterio» (Jn 8: 4). A la mujer se la «trajeron». No
podemos asumir que ella llegó voluntariamente. Tal vez la llevaron a rastras,
pero el pasaje no indica eso. Evidentemente «los escribas y fariseos» que
intervinieron tenían poderes policíacos o habían usado tales poderes legales
con la ayuda de las autoridades para obligarla a que obedeciera. Teniendo tal
autoridad legal, requirieron que Jesús presidiera la audiencia.
Al hombre involucrado en el acto
no lo presentaron; no sabemos por qué, aunque parece que eso habría agravado la
«contravención» de Jesús si este hubiera exigido la pena de muerte de la mujer,
o si hubiera permitido que una adúltera quedara absuelta.
Una mayor reacción emocional se
podía lograr presentando a una adúltera que presentando a un adúltero. «Y en la
ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres.
Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto
decían tentándole, para poder acusarle» (Jun. 8: 5-6). La intención del
incidente era obvia: se buscaba una base para acusar a Jesús. ¿Persistiría este
como campeón de la ley, o retrocedería a usar algún aspecto de la tradición
farisaica?
«Pero Jesús, inclinado hacia el
suelo, escribía en tierra con el dedo» (Jn 8: 6).
En este punto, el comentario de
Burgon es de lo más aleccionador y merece que lo cite completo:
Los escribas y fariseos llevan
ante nuestro Salvador a una mujer que acusaban de adulterio. El pecado
prevalecía tan extensamente entre los judíos, que las imposiciones divinas
respecto al así acusado casi habían caído en el olvido ya desde mucho antes. En
la ocasión presente, a nuestro Señor se le observa para que reviviera su
antigua ordenanza según un modo no oído hasta entonces. La prueba de las aguas
amargas, o agua de la convicción (Vea Nm 5: 11-31), era una especie de ordalía
con el propósito de la vindicación del inocente o la convicción de culpable.
Pero según la creencia
tradicional, la prueba resultaba ineficaz, a menos que el esposo mismo fuera
inocente del crimen del que acusaba a su esposa.
Consideremos ahora las
provisiones de la ley, contenidas en Nm 5: 16 a 24. Se presentaba a la mujer
delante del Señor; el sacerdote tomaba «agua santa en un vaso de barro», y
ponía «polvo del suelo del tabernáculo en el agua». Entonces, con el agua
amarga que causaba la maldición en su mano, juramentaba a la mujer.
Luego, escribía las maldiciones
en un libro y las borraba con el agua amarga; hacía que la mujer bebiera el
agua amarga que causaba la maldición. Si era culpable, caería bajo un castigo
terrible; su cuerpo testificaría visiblemente su pecado. Si era inocente, nada
sucedía.
Y ahora, ¿quién no ve que el
Santo estaba tratando con atacantes hipócritas que se presentaban como acusadores?
A la presencia de Jehová encarnado muy ciertamente ellos habían sido traídos; y
tal vez cuando él se agachó y escribió sobre el suelo, fue una frase amarga
contra el adúltero y la adúltera lo que escribió.
Todo lo que tenemos que hacer es
dar por sentado alguna relación entre la maldición que él trazó «en tierra en
el suelo del tabernáculo» y las palabras que pronunció con sus labios, y tal
vez se puede declarar con verdad que él «había tomado del polvo y lo había
puesto en el agua», y «les hizo a ellos beber las aguas amargas que traen
maldición».
Porque cuando, por su Espíritu
Santo, nuestro Sumo Sacerdote en carne humana se dirigió a aquellos adúlteros,
¿no hizo sino presentarles el agua viva (v. 17. Igual en la LXX) «en un vaso de
barro» (2ª Co 4: 7; v. 1)? ¿No los acusaría con juramento de maldición
diciendo: «Si no se han apartado a inmundicia, sean libres de las aguas amargas;
pero si se han contaminado».
Al verse confrontados con esa
alternativa, acaso no fueron saliendo uno por uno acusados por su propia conciencia?
Y, ¿qué otra cosa fue esto si no la propia absolución de parte de ellos de la
pecadora, por cuya condenación se había mostrado tan impacientes?
Seguro que fue «el agua de la
convicción» como se le llama seis veces, que ellos habían sido obligados a beber; después de eso, «acusados
por su propia conciencia», como San Juan relata, habían pronunciado la
absolución del otro. Por último, nótese que Él mismo declinó «condenar» a la
acusada.
Nuestro Señor borró las
maldiciones que ya había escrito contra ella en el polvo; cuando hizo del suelo
del santuario su «libro».
Como este incidente tuvo lugar en
el templo (Jn 8: 2), el comentario de Burgon es mucho más pertinente. El polvo
del templo en que escribió reunía los requisitos de la ley. Su acción de
inmediato sometió a juicio a todo acusador; el que ellos se dieron cuenta de
eso lo dice el texto con claridad, porque se nos dice que se sintieron
«acusados por su conciencia» (Jn 8: 9).
Las acusaciones contra la mujer
las habían presentado «los escribas y fariseos».
Sus acusaciones representaban un
caso bien claro contra una mujer sorprendida «en el acto mismo de adulterio».
La contraacusación de parte de Jesús, según lo que hizo y declaró, «El que de
vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn
8: 7), los desarmó.
Como ellos mismos eran hombres culpables,
sospechaban que Jesús tenía evidencia secreta contra ellos. Ellos estaban atareados
tratando de recoger evidencia contra Jesús; esto hizo más fácil que pensaran
que Jesús había hecho lo mismo con ellos.
Aquellos escribas y fariseos
habían preferido acusar a la mujer asumiendo el lugar del marido; Jesús los
puso en la categoría del marido invocando Números 5 por lo que escribió en el
polvo. Si eran culpables, y Jesús sabía que lo eran, si invocaban la pena de
muerte, ¿no podía él acusarlos a ellos también? Al invocar Números 5, Jesús en
efecto los puso en el banquillo de los acusados: ¿habían ido al juicio con
manos limpias?
De nada servirá argumentar los
«estándares morales altos» de los fariseos. Estaban planeando la muerte de
Jesús. Frente a sus planes deliberados y calculadores contra el Mesías de Dios,
el pecado de adulterio era un asunto trivial. No se atrevían a que levantara
una acusación contra ellos que pudiera activar la exigencia divina de la pena
de muerte.
Cuando Jesús dijo «El que de
vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn
8: 7), no estaba refiriéndose a pecados en general, sino al pecado del
adulterio. Una declaración general hubiera querido decir que no era posible un
tribunal; la referencia específica quería decir que unos hombres culpables de
un delito no eran moralmente libres para condenar ese delito en otro a menos que lo condenaran en ellos mismos. Se nos dice que todos
aquellos escribas y fariseos se sintieron «acusados por su conciencia» (v. 9).
Todavía más, Jesús había confirmado la pena de muerte; solo
exigió que los testigos honestos salieran al frente para ejecutarla, para ser
los primeros en arrojar la piedra contra ella (v. 7). Seguir como testigo
contra ella era buscarse testigos contra ellos mismos; testificar de un hecho
presenciado y confirmar una pena de muerte para la mujer era pedir que un
testigo pidiera la pena de muerte para ellos mismos. Se fueron.
Enderezándose Jesús, y no viendo
a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Ninguno te condenó?
Ella dijo: Ninguno, Señor.
Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más (Jn 8: 10-11).
EN ESTE PUNTO ES NECESARIO DISTINGUIR
ENTRE EL PERDÓN CIVIL Y EL JURÍDICO.
El perdón civil tiene lugar
cuando el condenado paga por su delito, cuando hace restitución y satisface las
exigencias morales de la ley. Un ladrón que le ha robado a un hombre un buey y
lo ha restaurado quintuplicado es por ello perdonado.
El perdón religioso requiere como
condición previa la restitución, o el perdón civil. El ladrón no puede ser
perdonado religiosamente si no ha hecho restitución.
Hay una distinción similar entre la
condenación civil y la condenación religiosa.
La condenación civil es por
ofensas contra la ley civil; la condenación religiosa es por ofensas contra la
ley civil y por no creer a Dios y su Palabra y Ley. Las dos clases de perdón y
condenación son distintas, pero están relacionadas.
A Jesús se le había pedido que se
pronunciara en cuanto a la ley civil sobre adulterio, y ratificó la pena de
muerte. Los testigos, sin embargo, habían retirado la acusación y habían
desaparecido. Así, no había caso legal
contra la mujer. Por tanto, Jesús no podía mantener la acusación: «Ni yo
te condeno».
Pero existía un caso moral. La
humildad de la mujer, que le reconoció como «Señor», indica algo de evidencia
de cambio y tal vez regeneración en ella. Pero Jesús solo le dijo: «Vete, y no
peques más», eco de sus palabras en Juan 5: 14: «No peques más, para que no te
venga alguna cosa peor».
Es más que probable que ya fuera
una persona cambiada religiosamente, y perdonada por la gracia de Dios. Solo se
nos dice que no existía base al momento para una condenación legal. Esto no
descarta la condenación legal subsiguiente; su esposo, si lo tenía, no es
evidente en este episodio, pero él hubiera tenido base para emprender algún
tipo de acción bajo la ley existente, si así lo escogía. Esto no es el objetivo
del texto.
A ella se le concedió absolución
por las evidencias de la «audiencia» inmediata. Jesús reconoció la realidad de
su transgresión por su advertencia: «Vete, y no peques más». El hecho de esta
advertencia indica alguna evidencia de cambio en ella, puesto que era contrario
a la práctica de nuestro Señor advertir a los que no querían recibir
advertencia (Mt 7: 6).
El que Cristo le diga a una
persona no regenerada que «no peque más» es irrazonable. El pecado en
particular al que se refiere era el adulterio. A ella se le asigna la
obligación de ser casta como un aspecto de su nueva vida en Cristo.
La mujer se dirigió a Jesús como
«Señor» (Jn 8: 11); los escribas y fariseos solo le llamaron «Maestro» (v. 4),
y los discípulos mismos a menudo se dirigían a él como «Rabí» (Jn 1:43). La
conducta de ella denotaba a una persona cambiada.
En pocas palabras: en lugar de
ser una evidencia de antinomianismo, este episodio confirmó enfáticamente la
posición de Jesús como campeón de la ley, y Él confundió los esfuerzos de
aquellos escribas y fariseos por demostrar lo contrario.
Así quedó expuesto el pecado del
fariseísmo. El fariseísmo, en:
Primer lugar, negaba la necesidad de la
conversión. El hombre, con su libre albedrío y sin ayuda, podía salvarse a sí
mismo, escoger entre el bien del mal y hacerse bueno. El libre albedrío y la
salvación propia se ratificaban de esta manera, y la predestinación y la conversión
o regeneración se negaban.
Segundo, los fariseos, aunque profesaban apegarse
a la ley de Dios, la habían convertido en tradiciones de hombres.
Habían negado, pues, las
doctrinas bíblicas de la justificación y la santificación y por eso fueron el
blanco particular de la denuncia de Jesús. Los fariseos, aunque profesaban ser
defensores de la palabra de Dios, eran en verdad sus enemigos y pervertidores.
3. ATAQUE AL ANTINOMIANISMO
Varios asuntos dividían a los
líderes religiosos y Jesús. Ellos rechazaban su declaración implícita y
explícita de que era el Mesías; negaban su estatus singular como Hijo de Dios;
rechazaban su exigencia de una reforma religiosa en términos de Sí mismo; y les
disgustaba mucho su ataque a la tradición. Como defensores de la ley según su
tradición religiosa y civil, a los dirigentes del pueblo les disgustaba la acusación
de Jesús de que en realidad eran inicuos.
La tradición era para ellos el desarrollo
vital y necesario de la ley; de esta manera se daba prioridad a la tradición por
sobre la ley. Los fariseos, sin embargo, veían su tradición como inseparable de
la ley. Pero Jesús atacó sus tradiciones como perversión de la ley.
La cuestión se enunció de manera
contundente en la tercera Pascua. Según Marcos 7: 1-23 ( Mt 15:1-20), los
escribas y fariseos atacaron a Jesús por la supuesta violación de la ley por
parte de algunos de sus discípulos. Estos comían «con manos inmundas, esto es,
no lavadas» (Mr 7: 2).
Esto no quiere decir que los discípulos
comían con las manos sucias, sino más bien con manos que no estaban ceremonialmente
purificadas. Esto era «la tradición de los ancianos» (v. 3). Era una forma
ritual de separación del mundo «impuro» y se veía como un aspecto de las leyes
y una forma de santidad.
El ataque de Jesús a esta
costumbre al parecer inocua se expresa de manera bien fuerte:
Respondiendo él, les dijo:
Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo
de labios me honra, Mas su corazón está lejos de mí.
Pues en vano me honran, enseñando
como doctrinas mandamientos de hombres.
Porque dejando el mandamiento de
Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros
y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes (Mr 7: 6-8).
A los discípulos de Jesús se les
acusaba de quebrantar la ley; la respuesta de Jesús fue negar la validez de la
ley religiosa hecha por el hombre, y llamar a la ley de ellos «mandamientos de
hombres», o «tradición de los hombres». A los escribas y fariseos los llamó
«hipócritas» y su adoración la describió como «vana» o fútil. El comentario de
Alexander sobre el versículo 7 es de interés:
La traducción literal de las
palabras hebreas es, y su temor de mí (o
sea, su adoración) es (o ha llegado a ser) un precepto de hombres,
una cosa enseñada.
Al aplicar nuestro Salvador el
pasaje a los hipócritas de su día, hace referencia en particular a los maestros
religiosos que corrompían la ley con sus tradiciones no autorizadas. Jesús
condena totalmente la elevación de una tradición inocua a un estatus igual al
de la ley de Dios e igualmente obligatoria para el hombre. Ley se refiere a la
ley de Dios, no a mandamientos de hombres. Así revirtió la acusación de los
escribas y fariseos contra algunos de los discípulos; ellos eran los que
quebrantaban la ley.
«Y hacéis otras muchas cosas
semejantes» (v. 8).
Una de estas cosas, entonces, se
cita específicamente:
Les decía también: Bien
invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición. Porque Moisés
dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre,
muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre
o a la madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con
que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre,
invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido. Y
muchas cosas hacéis semejantes a éstas (Mr 7: 9-13).
A la ley mosaica (v. 10) se le
identifica como «el mandamiento de Dios» (v. 9) y «la palabra de Dios» (v. 13).
No se puede reducir la ley mosaica a la dimensión de una ley nacional solo para
Israel, ni tampoco a algo pasajero; es el mandamiento o palabra inmutable del
Dios inmutable. A los escribas y fariseos se les acusa de alterar, rechazar o
anular la ley de Dios.
La ley de Dios exige que uno
honre a sus padres, y que los ayude económicamente en su necesidad. Maldecir a
los padres de uno es hacerse merecedor de la pena de muerte. El no sostener a
los padres es una forma de maldecirlos, según Jesús.
Los escribas y fariseos, sin
embargo, eximían a los hombres de la obligación de sostener a sus padres. Al
decir que sus fondos eran «Corbán», podían especificar todo o parte de sus
ingresos como ofrenda para el templo o para los sacerdotes y levitas. «Que
tales cosas se permitían y aplaudían se puede probar por ciertos dictámenes del
Talmud, y especialmente por una famosa disputa entre el rabino Eliezer y su
hermano, en el cual el mismo acto que se describe aquí fue exonerado por este
último».
La religión, pues, se usaba para
condonar la violación de la ley de Dios (v. 12). Una vez más Jesús declaró: «Y
muchas cosas hacéis semejantes a estas» (v. 13). La violación de ellos de la
ley de Dios no era ocasional; era básica y radical. Estaban dejando sin efecto
la palabra de Dios mediante su tradición.
Los escribas y fariseos se enorgullecían,
nos informa San Pablo, de ser dirigentes de ciegos, «guías de ciegos» (Ro
2:19). Veían sus tradiciones como instrumento válido e importante para guiar a
los ciegos. Informado de que los fariseos se habían ofendido por sus
comentarios, Jesús presionó el asunto incluso más:
Pero respondiendo él, dijo: Toda
planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada. Dejadlos; son
ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo
(Mt 15: 13-14).
LOS FARISEOS ERAN «CIEGOS GUÍAS DE
CIEGOS», Y SU DESTINO ERA EL HOYO.
Pero incluso más, Jesús
enfáticamente rechazó toda ley excepto
las dictadas por Dios: «Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será
desarraigada». Puesto que la cuestión en juego es la ley, al decir «planta» se
refiere a la ley, aunque hay más en la intención, porque se hace una
generalización.
El ejemplo particular del cual se
hace la generalización es la ley de Dios, y el significado principal es la ley.
Cualquier orden jurídico que no haya sido dado por Dios, ni esté cimentado
fielmente en la ley de Dios, será desarraigado. No solo se condena el
antinomianismo, sino también el legalismo, que es sustituir la ley de Dios por
la ley del hombre.
Las cosas que contaminan al
hombre, que le hacen impuro ante Dios, vienen desde adentro. La iniquidad es la
sustitución del camino de Dios por el camino del hombre, de la ley de Dios por
la ley del hombre. La iniquidad declara: «¿Con que Dios os ha dicho…» (Gn 3: 1).
El acto externo de iniquidad es el producto de una contaminación interna, que
luego contamina el mundo exterior por sus acciones:
Pero decía, que lo que del hombre
sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres,
salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la
envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez.
Todas estas maldades de dentro
salen, y contaminan al hombre (Mr 7: 20-23).
LOS FARISEOS ERAN AMBIENTALISTAS; LO
QUE VIENE DE AFUERA CONTAMINA AL HOMBRE.
Contra esto, Jesús enfáticamente
recalcó que el corazón del hombre era la fuente de contaminación. El
ambientalismo conduce al antinomianismo porque niega la responsabilidad a favor
de un condicionamiento ambiental.
La ley de Dios recalca la
responsabilidad y no le concede escapatoria al hombre. La pureza se estaba
volviendo progresivamente una cuestión ceremonial para los fariseos, una
cuestión de aislarse de un mundo contaminante. Sin embargo, según Jesús, todo
hombre es su propia fuente de contaminación; «de dentro», declaró, en contra de
los fariseos, y no de afuera, viene la contaminación.
Debido a este antinomianismo, los
fariseos estaban desarrollando lógicamente una nueva ley, la tradición de los
hombres, para escapar de la fuerza anti-ambientalista de la ley de Dios. Sus
lavamientos ceremoniales, pues, no eran inocuos; mediante tales lavamientos
daban por sentado que el mundo era la fuente de contaminación, y no su propia
naturaleza caída.
Era ineludible, por consiguiente,
que prefirieran sus tradiciones a la ley de Dios.
Al atacar a los fariseos, Jesús
estaba, por consiguiente, condenando toda forma de antinomianismo en toda
época. El antinomianismo nunca puede llamarse cristiano legítimamente.
Si el mundo es la fuente básica
de la contaminación, la lógica de la ley requiere un reacondicionamiento
ambiental; hay que rehacer al mundo a fin de salvar al hombre. Si la fuente
básica de contaminación sale, como Jesús declaró, «de dentro, del corazón de
los hombres», la salvación del hombre es la conversión o regeneración.
Hay que rehacer al hombre a fin
de que el mundo mismo pueda salvarse. Entonces, tenemos dos doctrinas opuestas
de salvación y de ley.
4. LA TRANSFIGURACIÓN
La relación entre Jesús y Moisés
la recalcan los Evangelios. Como Moisés, Jesús da la ley desde el monte. Moisés
medió entre Dios e Israel, estableciendo con eso la función del Moisés mayor.
La profecía concerniente al Mesías era que sería como Moisés (Dt 18: 18-19).
Así como Moisés guió al pueblo de Dios del cautiverio a la libertad, el Moisés
mayor conduciría a la raza del pacto de Dios.
La comparación que se hace entre
Moisés y Cristo es particularmente clara en los relatos de la transfiguración
(Mt 17: 1-9; Mr 9: 2-10; Lc 9: 28-36). En varios puntos se marca la
comparación.
Primero, el incidente ocurrió en un
monte. La mayoría de comentaristas se preocupan más por identificar el monte
que por analizar la significación de un retiro en un monte. La privacidad en
otros lugares también habría sido posible. Es obvio, pues, que la selección de
un monte invitaba a la comparación con Moisés, y Jesús de manera consciente
cumplió la profecía implícita en la tipología. Así como Moisés subió al monte
después del primer episodio desastroso para volver con nuevas tablas de la ley
y fue transfigurado, Jesús ascendió al monte.
Él ya había dado la ley desde el
monte, o sea, su confirmación de la ley en el Sermón del Monte. Ahora, como
Moisés, iba a transfigurarse. El Moisés transfigurado dio las instrucciones
para construir el tabernáculo; el Cristo transfigurado, que era el verdadero
tabernáculo de la presencia de Dios, cumplía todo lo que los sacrificios del
antiguo tabernáculo tipificaron. El hecho de que los discípulos tendieran a esperar
la restauración literal del poder político de Israel quedó confirmado por la Transfiguración;
en el contexto de sus expectativas insistentes, la Transfiguración pareció
confirmar su esperanza.
Segundo, Jesús «se transfiguró delante de
ellos». Mateo nos dice que «resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos
se hicieron blancos como la luz» (Mt 17: 2). Marcos dice que «Y sus vestidos se
volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún
lavador en la tierra los puede hacer tan blancos» (Mr 9: 3), y Lucas dice que
«la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y
resplandeciente» (Lc 9: 29).
La transfiguración de Moisés,
pues, se repite y supera.
Y aconteció que descendiendo
Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al
descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía,
después que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos de Israel miraron
a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo
de acercarse a él (Éx 34: 29-30).
Y CUANDO ACABÓ MOISÉS DE HABLAR CON
ELLOS, PUSO UN VELO SOBRE SU ROSTRO.
Cuando venía Moisés delante de
Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía; y saliendo,
decía a los hijos de Israel lo que le era mandado.
Y al mirar los hijos de Israel el
rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente; y volvía
Moisés a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Dios (Éx
34: 33-35).
La experiencia de Moisés se
repite en el monte para señalar a Jesús como el Moisés mayor.
Tercero, «Y les apareció Elías con Moisés,
que hablaban con Jesús» (Mr 9: 4).
En sus personas, la ley y los
profetas testificaron del Gran Legislador y el Profeta Supremo.
Hubo obviamente una competencia
singular en cada caso. Uno era el gran representante de la Ley, que era un
«ayo» o «tutor sirviente» que conducía a los hombres a Cristo; el otro, de toda
la compañía santa de profetas. De uno se había dicho que «un profeta como él»
vendría en los días postreros (Dt 18: 18), al que los hombres debían oír; del
otro, que vendría de nuevo y que haría «volver el corazón de los padres hacia
los hijos» (Mal 4: 5).
La conclusión del ministerio de
cada uno no fue según «la muerte común de todos los hombres». Nadie conocía el
sepulcro de Moisés (Dt 34: 6), y Elías había sido llevado en carro y caballos
de fuego (2ª R 2: 11). Los hombres en la mente asociaban a ambos con la gloria
del reino de Cristo. El Targum de Jerusalén sobre Éx 13. Relaciona la venida de
Moisés con la del Mesías. Otra tradición judía predice su aparición con la de
Elías. Su presencia ahora era un testimonio de que la obra de ellos había
terminado, y que había venido la de Cristo.
Antes que testificar, sin
embargo, que su obra había terminado, de lo cual el texto no da ningún indicio,
la presencia de Moisés y Elías con Jesús testifica la unidad de todos ellos. Su
obra y ministerio eran una palabra y un ministerio; no se puede hacer ninguna
división entre Jesús, la ley y los profetas. Moisés y Elías «aparecieron rodeados
de gloria» (Lc 9: 31), y Jesús mismo fue transfigurado y glorificado.
ASÍ QUE LOS TRES REVELAN JUNTOS LA
GLORIA DE DIOS.
Cuarto, «hablaban de su partida, que iba
Jesús a cumplir en Jerusalén» (Lc 9:31), literalmente «el fallecimiento o
partida de él». La palabra que se traduce «fallecimiento» en griego es exodon, de donde procede nuestra
palabra española «éxodo». La selección de palabras por parte de Lucas no fue
accidental. Moisés condujo al pueblo de Dios en su éxodo de Egipto; Elías
presenció la apostasía de aquellos y así, implícitamente, el futuro éxodo de la
Tierra Prometida.
Jesús estaba por lograr el
verdadero éxodo en Jerusalén. Por su muerte expiatoria y resurrección, Jesús
conduciría al pueblo de Dios de la tierra de esclavitud a la verdadera libertad.
Hebreos 4 desarrolló este mismo argumento al contrastar a Josué y Jesús conforme
cada uno condujo al pueblo de Dios a su sabbat o reposo.
El énfasis aquí recae en el éxodo
que se cumpliría en Jerusalén, y no en la visión misma. Por lo tanto, cuando
Pedro trató de concentrarse en el hecho de la visión antes que en su llamado a
la acción en la historia, se descartó su declaración (Lc 9: 33).
Nixon llamó la atención al uso
extenso del tema del éxodo en el Nuevo Testamento.
Unos pocos de los muchos eventos
que se citan son el bautismo de Jesús en que ofició Juan, una «representación
sacramental del éxodo histórico de Israel y, al mismo tiempo, una presentación
del nuevo éxodo de la salvación»; los cuarenta días de tentación en el desierto
«son una miniatura de los cuarenta años que 1 C. J. Gloucester y Bristol,
comentario sobre Mateo 17. 3, en Ellicott, VI, 104.
Israel pasó en el desierto. Las
tentaciones presentadas a Jesús son básicamente aquellas ante las cuales Israel
había sucumbido»:
En donde ellos habían quedado
insatisfechos con la provisión de maná de parte de Yahvé, Él es tentado a
convertir las piedras en pan. En donde ellos pusieron a Dios a prueba en Masah
exigiendo prueba de su presencia y poder.
Él es tentado a saltar del
pináculo del templo para obligar a Dios a cumplir sus promesas. En donde ellos
se olvidaron del Señor que los había sacado de Egipto y lo sustituyeron por un
becerro de oro, Él es tentado a postrarse y adorar a Satanás. Se muestra que
Cristo enfrenta las tentaciones no de manera arbitraria, sino deliberada, del
sumario de Moisés en Deuteronomio de la historia de Israel en el desierto.
Si Jesús era el verdadero
representante del pueblo de Dios, también se le debe mostrar como que tiene su
peregrinaje en el desierto y ha soportado la prueba que demostró su persona,
solo que sin pecado.
El envío de los setenta (Lc
10:1ss) también es un eco de la experiencia del éxodo (Nm 11: 16). «Debe haber,
entonces, una nueva conquista de Canaán. Sus ciudades serán destruidas en un
día de juicio (Mr 8: 12; Mt 16: 4; Mt 12: 39; Lc 7: 31)».
Quinto, de esta manera testificaron de
Jesús la ley y los profetas, y Dios mismo, como el Moisés mayor. La voz de Dios
desde la nube (símbolo de Dios el juez) declaró: «Éste es mi Hijo amado, en
quien tengo complacencia; a él oíd» (Mt 17: 5). San Pedro nos dice exactamente
lo que esto quiso decir:
Porque Moisés dijo a los padres:
El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a
mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a
aquel profeta, será desarraigada del pueblo (Hch 3: 22-23).
Moisés dio la ley; los que
rehusaban oírle rehusaban someterse a la ley de Dios; revelaban con ello su
naturaleza no regenerada. Jesús es como Moisés; es el Gran y Supremo Legislador
encarnado. Oírle a él es oír toda la ley y los profetas y mucho más. Rechazarle
es rechazar la ley y los profetas así como a su persona.
Toda persona que no le oye será
«desarraigada del pueblo». En Deuteronomio 18: 19, que Pedro citó, el texto
dice: «yo le pediré cuenta». La amenaza o promesa de destrucción aparece en
Éxodo 12: 15, 19; Levítico 17: 4, 9, etc. El significado último de «ser
cortado» se requiere aquí y Pedro lo aplica porque desobedecer la Ley y Palabra
de Jesucristo es ser radicalmente una persona inicua.
El «a él oiréis» de Dios no pedía
que se oyera a Jesús a diferencia de a Moisés y a Elías, porque ellos aparecen
en glorificada unidad con Él. El mandamiento de oír a Jesús es oír al Cristo,
cuya palabra es la totalidad de las Escrituras, a diferencia de los escribas y
fariseos, los dirigentes del pueblo.
Estos debían oír a Jesucristo, lo
que quiere decir oír a Moisés y a Elías, y no a los poderes de este mundo, ni a
sus filósofos ni dirigentes religiosos. Deben oír a Jesús antes que a los
hombres de «una generación incrédula y perversa» (Lc 9: 41).
Es blasfemia, por consiguiente,
hacer distinción entre la ley y Jesucristo. El hecho de que esto se hace es una
evidencia de declinación y colapso religioso.
Como evidencia de este hecho, lo
atestigua una carta de un estudiante de primer año de un seminario prominente
que se enorgullece de su «ortodoxia»:
El Dr. D. puso todo el debate
(del aborto) en la esfera puramente teórica cuando divorció de la sociedad la
moralidad diciendo que, puesto que esta es una democracia, el estado tenía que basar su decisión respecto a las
leyes del aborto en la voluntad de la mayoría del pueblo. Si el pueblo piensa
que el aborto es dañino para la sociedad, deben prohibirlo; si no, ¡que lo
hagan! Su antinomianismo es espantoso.
Supongo que esto es lo que hallo
más preocupante aquí (más en los alumnos que en los profesores, pero en estos
últimos hasta cierto punto): el antinomianismo. El antiguo dicho «Yo nunca mezclo
la religión y la política»
Es tan malo en algunos de los
individuos que cuando estaba tratando de debatir la ley de Dios en la política
y en la sociedad con uno de los estudiantes aquí la primera semana que estuve
aquí, me dijo que el problema conmigo era que yo era un «inhibido».
Ahora bien, he asociado muchas
cosas con el deseo de guardar la ley de Dios, pero ¡¡¡nunca eso!!!
Una cosa que me molestó en cuanto
a la cuestión del aborto era que más o menos todos aquí dan por sentado,
incluso los que se oponen al aborto en general, que el «aborto terapéutico» es
justificable moralmente. Si uno está tratando de salvar a la madre, el
asesinato se justifica.
Así que asesinar (¿a cualquiera?)
por una «buena causa» está bien. Es difícil ver por qué no pueden ver la
falacia de eso. El asesinato es asesinato.
Tal posición es antibíblica y
anticristiana, como todo antinomianismo ineludiblemente lo es.
NOTA. De una carta del 17 de
octubre de 1970. (Con respecto a los casos en donde supuestamente el médico
debe escoger entre la vida de la madre y la vida del hijo, no he podido hallar
médicos que pudieran citar alguno de tales casos. No puedo creer que Dios jamás
ponga a algún hombre en una situación en donde debe hacerla de Dios. Todo el
asunto de abortos terapéuticos es un esfuerzo por producir situaciones el
hombre debe hacerla de dios. RJR).
LA SALVACIÓN ES POR LA GRACIA DE DIOS
Y POR FE; LA SANTIFICACIÓN ES POR LA LEY DE DIOS.
Los que están fuera de la gracia
piensan que la ley es una acusación y una sentencia de muerte contra ellos. Los
que están en el pacto están en un pacto de gracia que también es un pacto de
obras. La gracia los capacita para realizar las obras que se exige de ellos.
La guerra de Jesús no fue contra
Moisés, sino contra los escribas y fariseos que pervirtieron a Moisés. Es una
perversión de las Escrituras hacer separación entre la ley, los profetas y
Jesús. El monte de la transfiguración testifica de su unidad.
Foulkes ha señalado correctamente
al pacto y a la ley como una unidad, el pacto como principio de predicción, y
también base de la oración.
Es significativo también que para
Israel la ley no es simplemente un enunciado de principios abstractos, un
código cuidadosamente preparado de conducta formulado como tal. La ley es la
expresión de la justicia y misericordia de Dios. Es el enunciado de los
principios del pacto. El escenario del Antiguo Testamento de la ley es el
otorgamiento del pacto en el éxodo. El decálogo empieza: «Yo soy Jehová tu
Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre».
La Ley, por consiguiente, no
contiene un simple código para que Israel lo guarde, sino los principios de lo
que ha hecho Dios en el pasado, que se mantienen invariables para el presente y
para el futuro.
El antinomianismo ha promovido el
desarrollo de una ley humanista, y la ley humanista ha estimulado el
crecimiento del antinomianismo. Cuando los hombres han visto a la ley humanista
asumir un carácter mesiánico y al mismo tiempo disolver los cimientos de la
sociedad, ha sido fácil para ellos desarrollar una hostilidad teológica a la
ley. En las Escrituras, sin embargo, se proclama la ley al pueblo elegido, al
pacto de la gracia; y la oración inicial de la ley, como Foulkes notó, celebra
esa gracia.
5. EL REINO DE DIOS
Lucas señala una declaración
interesante de nuestro Señor respecto a la relación de la ley y los profetas
con el reino de Dios:
Y oían también todas estas cosas
los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de él. Entonces les dijo: Vosotros
sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios
conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime,
delante de Dios es abominación.
La ley y los profetas eran hasta
Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por
entrar en él. Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre
una tilde de la ley (Lc 16: 14-17).
La fuerza de este último
versículo no se puede de ninguna manera disminuir. «Los escribas y fariseos
habían estado manipulando con la santidad de las leyes que no eran de hoy ni de
ayer —fijas como colinas eternas y se les dijo que su casuística no podía
marginar lo que afirman esas leyes en ni una sola instancia, tal como, por ejemplo,
lo que sigue de inmediato»1. Claro, el versículo 17 deja en claro que la ley no
se descarta en ningún sentido; sigue en plena vigencia. Geldenhuys comenta sobre
los versículos 17 y 18:
17. Aunque es en verdad con su venida un nuevo orden, una nueva
dispensación a la que se entra, esto no quiere decir que la revelación de Dios
bajo el antiguo pacto se margina o se rechaza. Aunque es de naturaleza
preparatoria, permanece (naturalmente en un sentido espiritual y moral y a la
plena luz de la revelación divina en Jesús y por Jesús) absolutamente
autoritativa.
18.
Las leyes morales, por ejemplo, se pueden violar; el adulterio sigue siendo adulterio,
aunque el tiempo de la preparación se haya reemplazado con el tiempo del
cumplimiento.
El problema es respecto a la
primera parte del versículo 16: «La ley y los profetas eran hasta Juan», o como
la Biblia de Jerusalén lo dice: «La Ley y los profetas llegan hasta Juan». Esto
no puede querer decir que la ley y los profetas ya no sean válidos ni que ya no
estén vigentes, porque eso estaría en conflicto con el final del versículo 17.
Si «más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la
ley» (v. 17), la ley no ha caducado y es otra cosa lo que quiere decir el
versículo
16. La siguiente cláusula del
versículo 16 deja en claro lo que era la intención: «desde entonces el reino de
Dios es anunciado». Hasta Juan, la predicación
era de la ley y los profetas; ahora es Dios el Rey, en la persona de
Cristo, el que predica.
NOTA: Con
respecto a Lucas 16:18, muchos sostienen que esto prohíbe el divorcio o por lo
menos el nuevo matrimonio de divorciados. Así, Algunos eruditos sostienen que
«el nuevo matrimonio de divorciados se prohíbe en las Escrituras»
[«Acerca
de las regulaciones de matrimonio para sacerdores en Levítico»], The Standard Bearer, vol. XLVII, no.
5 [1 dic., 1970], p. 115). La ley mosaica que permite el divorcio en ningún lado se deja al margen; 1ª Co 7: 15,
lo confirma.
El
punto de Lucas 16:18 es que los divorciados inicuos del día, tales como los que condenaban los fariseos por
su perversión de la ley, no tienen posición ante Dios. Mt 19: 9 deja en claro que el permiso para el nuevo
matrimonio se niega sólo a los que
carecen de base bíblica para el divorcio; el divorcio y un nuevo matrimonio no
están prohibidos para los que
tienen bases santas.
Ambas cláusulas tienen que ver
con una proclamación; la una con una predicción, la otra con un advenimiento.
Cristo el Rey ha venido; y el Rey es el Legislador y el gran Impositor. Como
Rey, viene para reunir a su pueblo y a poseer para ellos su herencia.
La consecuencia es que «todos se
esfuerzan por entrar en él» (v. 16). Lenski traduce este versículo de esta
manera: «La ley y los profetas, hasta Juan, desde entonces sobre el reino de
Dios se predica como buenas noticias, y todos enérgicamente se esfuerzan por
entrar en el». Esto quiere decir, como Plummer señaló, que «el judío ya no
tiene ningún derecho exclusivo». Todas las naciones están llamadas a un nuevo
pacto ahora. Este cambio, sin embargo, no invalida la ley.
«Hay varios dichos judíos que declaran
que cualquiera que intercambie cualquiera de estas letras parecidas (las iotas
y las letras que ellas diferencian) en ciertos pasajes del AT destruirán toda
la palabra». De estos dichos Cristo hace eco en el versículo 17.
Los que «se esfuerzan» por entrar
en el reino no incluyen los dirigentes del pueblo, como Jesús dejó en claro en
la «parábola» de Lázaro y el rico (Lc 16: 19-31). En ninguna otra parte se da
el nombre de una persona en una parábola. Tertuliano, en De Anima (vii) sostuvo que el nombre
es evidencia de que la narración no es una parábola, sino un relato.
Lo que el relato enseña con
claridad es que los hombres prominentes de Judea no creerían: «tampoco se
persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (v. 31), como Cristo
pronto lo hizo. Por otro lado, personas de todo el mundo se esforzaban por
entrar en el reino y someterse a su ley.
Así que, por un lado, los
escribas y fariseos rechazaron a Jesucristo y sustituyeron la ley con la
tradición humana; por otro lado, muchos se esforzaban por entrar en el reino,
recibiendo a Cristo como su Redentor y Rey y sometiéndose a su ley. Edersheim
notó que «la parábola en sí misma es estrictamente en cuanto a los fariseos y
su relación con los “publicanos y pecadores” a quienes menospreciaban, y cuya
mayordomía ellos oponían a su propia condición de propietarios».
Del versículo 17, Edersheim
observó: Sí; era cierto que la ley no podía fallar ni en un solo acento. Pero,
notoriamente y en la vida cotidiana los fariseos, que así hablaban de la ley y
apelaban a ella, eran los que de manera constante y abierta la violaban. Se
atestigua aquí la enseñanza y práctica respecto al divorcio, que en realidad
incluía un quebrantamiento del séptimo mandamiento.
El Rey había venido, y por
consiguiente el reino de Dios ahora era manifiesto en un sentido que no era
posible cuando Dios gobernaba desde el tabernáculo. El Rey, al declarar su
condición de Rey universal, y al llamar a todas las personas de la tierra a
esforzarse por entrar, estaba quitándoles el reino a sus falsos encargados (Mt
21: 43). Edersheim dijo de los pasajes del reino en el Nuevo Testamento:
De hecho, un análisis de los 119
pasajes del Nuevo Testamento en que aparece la expresión «reino», muestra
quieren decir el gobierno de Dios; que
fue manifestado en Cristo y por medio de Cristo; es evidente en la iglesia; gradualmente se desarrolla en medio de estorbos; es
triunfante en el segundo advenimiento
de Cristo («el fin»); y
finalmente, perfeccionado en el mundo
venidero.
Visto así, el anuncio de Juan del
próximo advenimiento de este reino tiene el significado más profundo, aunque,
como es tan a menudo el caso en el profetismo, las etapas intermedias entre el
advenimiento de Cristo y el triunfo de ese reino parecen haber estado ocultas
del predicador. Él vino para llamar a Israel a someterse al reino de Dios, a
punto de ser manifestado en Cristo.
De aquí, por un lado, él los
llamó a un arrepentimiento un «cambio de parecer» con todo lo que esto
implicaba; y, por otro, les señaló a Cristo, en la exaltación de su Persona y
oficio. O, más bien, las dos cosas combinadas se pudieran resumir en el
llamado: «cambien de parecer»; arrepiéntanse, que implica, no solo un volverse
del pasado, sino un volverse a Cristo en novedad de mente.
Y así la acción simbólica por la
que esta predicación iba acompañada se pudiera llamar «bautismo de
arrepentimiento».
En Mateo 11:20-24 Jesús denunció
a las ciudades de Israel por rechazarlo. A Sodoma y a Tiro les iría mucho mejor
en el día del juicio que a aquellas ciudades donde el fariseísmo estaba
entronizado. A diferencia de los dirigentes de Israel, Jesús ofrecía un «yugo»
fácil (Mt 11: 29-30).
La expresión se refiere a una
expresión judía común de aquellos días, «tomar el yugo del reino de los
cielos», o sea, «prometer obediencia a la ley»9. La ley de Israel había llegado
a ser un yugo insoportable de tradición humana que dejaba sin ningún efecto la
ley de Dios. En su lugar, Jesús ofreció el yugo fácil de la ley de Dios.
«En su enseñanza, el reino una vez más llega a
ser un reino de gracia y de ley, y así el equilibrio tan hermosamente mantenido
en el Antiguo Testamento se restaura». El término «reino de los cielos» es
sinónimo de «reino de Dios»; el hábito judío de evitar el uso de nombre de Dios
condujo al uso frecuente de aquella frase.
En el Padrenuestro la gran
petición al principio es: «Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el
cielo, así también en la tierra» (Mt 6:10). La oración concluye:
«Porque tuyo es el reino, y el
poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén» (Mt 6: 13). La entrada a ese
reino es por la gracia electora de Dios; las reglas de ese reino son los
mandamientos de Dios, su ley. Para los que están en la gracia, el yugo es
fácil, y la carga es ligera, porque la gracia responde a la ley.
6. EL DINERO DEL TRIBUTO
Uno de los relatos más conocidos
del Nuevo Testamento es el que tiene que ver con la pregunta respecto al dinero
del tributo: «¿Es lícito dar tributo a César, o no?». La respuesta de Cristo:
«Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22: 15-22;
Mr 12: 13-17; Lc 20: 20-26), es una de las frases más conocidas de las
Escrituras. Las implicaciones generales se han reconocido por mucho tiempo; en
la aplicación específica ha habido mucha variación.
El propósito de los fariseos es
de nuevo «cómo sorprenderle en alguna palabra» (Mt 22: 15); Lucas es más
específico: «Y acechándole enviaron espías que se simulasen justos, a fin de
sorprenderle en alguna palabra, para entregarle al poder y autoridad del
gobernador» (Lc 20:20). Aquí se quiere decir al gobernador romano.
Evidentemente esperaban que
Jesús, en fidelidad a la ley, declarara que en Israel solo una teocracia era
válida, y no el gobierno y la ley romanos. Detrás de esta estrategia estaban
los fariseos y los herodianos, pequeño partido político no religioso (Mt 22: 16;
Mr 12: 13). Los herodianos favorecían el impuesto y a la dinastía herodiana,
que consideraban como preferible al gobierno romano directo.
Los fariseos por lo general eran
hostiles a los herodianos, pero unieron sus fuerzas en hostilidad contra Jesús.
Si Jesús se oponía al impuesto, se le podría denunciar y entregar a las
autoridades romanas para que lo arrestaran y lo enjuiciaran.
A la pregunta le dan el prefacio
de lisonja completa; los interrogadores preguntaron como si los motivara una
conciencia dócil antes que un deseo de tenderle una trampa. Para acorralar a
Jesús de manera que ofreciera una respuesta sin considerar las consecuencias le
dijeron: «Sabemos que eres hombre veraz, y que no te cuidas de nadie; porque no
miras la apariencia de los hombres, sino que con verdad enseñas el camino de
Dios» (Mr 12: 14). Tal integridad, esperaban, lo obligaría a negar la
legitimidad del impuesto. «¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?» (Lc 20: 22).
El texto griego deja en claro que el impuesto era «per cápita», y no un
impuesto indirecto.
Impuesto comunitario que se le
imponía a todo individuo por su propia persona y es de este modo especialmente
enervante como señal de servidumbre al poder romano». Israel ya tenía un
impuesto comunitario, el requerido en la ley de Dios en Éxodo 30: 11-16. Su
propósito era proveer para la expiación civil, el amparo o protección del
gobierno civil. A todo varón de veinte años para arriba se le exigía ese
tributo para ser protegido por Dios el Rey en su gobierno teocrático de Israel.
ESTE IMPUESTO ERA ASÍ UNA OBLIGACIÓN
CIVIL Y RELIGIOSA (PERO NO ECLESIÁSTICA).
Por todo esto había molestia, en
particular porque Roma también requería un impuesto comunitario o per cápita.
El imperio romano y el emperador progresivamente estaban asumiendo papeles
divinos, requiriendo asentimiento religioso, y tomando prioridad sobre la
religión. El impuesto comunitario era un impuesto particularmente ofensivo,
porque al parecer requería una fe politeísta, la adoración de un dios antes que
al verdadero Dios.
Todavía más, el impuesto
herodiano era tan pesado que dos veces el gobierno imperial obligó a Herodes a
reducir sus exigencias de impuestos a fin de evitar problemas serios. Judas
Galileo ya se había presentado antes como el Mesías y había llamado a Israel,
en el nombre de Dios y las Escrituras, a negarse a pagar el impuesto. Los
romanos fueron implacables para aplastar la rebelión (Hch 5: 37).
El asunto lo había agravado ya en
el año 29 d.C. Pilato, que por un tiempo acuñó monedas «que llevaban el lituus, la vara del sacerdote, o la patera, el tazón sacrificial, dos
símbolos de la filosofía imperial que estaban destinados a ser molestos para el
pueblo». Más adelante se retiraron estas monedas, pero sirvieron para subrayar
el hecho de que su esclavitud a Roma tenía tintes religiosos.
El derecho de acuñar monedas
tenía tintes religiosos para Israel como 1 Macabeos 15:6 implica, y era
importante para ellos. «“Moneda” y “poder” se consideraban sinónimos, por lo
que la moneda era el símbolo de dominio del gobernante».
En el siglo II dC, Bar Kochba, el
falso mesías, reemplazó las monedas romanas con sus propias monedas como medio
de afirmar su poder. Darle tributo al césar, pues, significaba reconocer el
poder del césar; aprobar que se pagara tributo al césar era reconocer la
legitimidad del poder del césar.
La pregunta implícita en la declaración
herodiana era si algún gobierno aparte del de Dios tenía algo de legitimidad.
La afirmación de Cristo de ser el
Mesías la veían sus acusadores como una negación del derecho del césar a cobrar
impuestos (Lc 23: 2), puesto que el Mesías como Rey tenía que tener soberanía
exclusiva en su perspectiva. El que Jesús negara el derecho del césar a cobrar
impuestos a Israel sería una marca de insurrección y le hubiera dejado expuesto
a arresto. El que Jesús afirmara el derecho del césar a cobrar impuestos habría
sido, a ojos del pueblo, una negación de su mesiazgo.
LA RESPUESTA DE JESÚS FUE PEDIR UN DENARIO;
SE LO PIDIÓ A SUS INTERROGADORES.
Como escribió Stauffer, cuyo
capítulo en «The Story of the Tribute Money» [«La historia del dinero del
tributo»] es muy importante: Jesús pidió una moneda, un denario. ¿Por qué? Había muchas grandes monedas en el amplio
imperio romano que servían como dinero legal, a viejas y nuevas, grandes y
pequeñas, imperiales y locales, plata, oro, bronce, cobre y latón.
En ningún país circulaban tantas
clases diferentes de moneda como en Palestina. Pero la moneda prescrita para
los propósitos de impuestos en todo el imperio era el denario, una pequeña moneda de plata de valor como de un chelín.
(Puede ser solo el denario de
plata lo que se menciona en Mr 12:16, Lc 20: 24 y Mt 22: 19, y no una moneda de
oro como Tiziano supone, en su representación de la escena del tributo, ni una
moneda herodiana, como se afirma a menudo; porque a las monedas herodianas no
las llamaban denarios y no eran
monedas de tributo, sino que eran monedas locales de cobre).
Jesús sabía esto, así que pidió
la moneda de plata del impuesto imperial, usando la palabra latina, la
expresión técnica romana, que había llegado a ser corriente en Palestina igual
que la propia moneda. Tráigame un denario,
dijo. No sacó una de su bolsillo. ¿Por qué? Él asunto no era si Jesús
tenía una moneda en su bolsillo, sino si sus opositores la tenían. Con ironía
socrática, añadió: «Mostradme la moneda».
¿Por qué? Él tenía un propósito
mayéutico con sus interrogadores: quería entregarlos, a la manera socrática, no
a priori sino a posteriori. No su sentido lógico o moral, sino su situación
histórica y actitud sacaría la verdad a la luz. Algo se debe ver, y deducir,
del mismo denario.
Cuando le entregaron a Jesús la
moneda, este todavía no les respondió la pregunta de ellos: «¿Es lícito o no
dar tributo al César»?». Más bien, les hizo otra pregunta: «¿De quién es esta
imagen y la inscripción?» (Mt 22: 20; Mr 12: 16; Lc 20:24). La respuesta fue,
por supuesto: «del césar». Según Geldenhyus:
Después de que ellos reconocen
que es del césar, los siguientes dos hechos son sacados vívidamente a la luz
gracias a la maestría de Jesús para manejar la situación:
(1)
Las monedas con la imagen y la inscripción del césar están en uso entre los
judíos.
(2)
Las monedas son evidentemente propiedad del césar, de otra manera no habrían
tenido su imagen e inscripción.
De estos dos hechos, pues, se
sigue que los judíos habían aceptado el gobierno imperial como una realidad
práctica, porque la noción generalmente aceptada era que el poder de un gobernante
se extendía en la medida en que se usaran sus monedas.
La cruda realidad se hizo clara.
Aquellos hombres usaban las monedas de Tiberio que llevaban «un busto de
Tiberio en desnudez olímpica, adornado por una corona de laurel, signo de
divinidad». La inscripción decía: «Emperador Tiberio Augusto hijo del Augusto
Dios», en un lado, y «Pontifex maximus» o «sumo sacerdote» en el otro.
Los símbolos también incluían a
la madre del emperador, Julia Augusta (Livia) sentada en el trono de los
dioses, con el cetro olímpico en su mano derecha, y, en su izquierda, la rama
de olivo que significaba que «ella era la encarnación terrenal de la paz
celestial». Las monedas, entonces, tenía un significado religioso.
Israel estaba en cierto sentido
sirviendo a otros dioses al estar sujeta a Roma y a la moneda romana. La
implicación de las palabras de sus enemigos, de que el tributo al césar tenía
tintes religiosos, casi la
confirmó Jesús, incluso al demostrar la sumisión de ellos al césar.
Entonces vino su gran respuesta:
«Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mr 12: 17). Según
Stauffer, dar quiere decir
«devolver». «Esa es la primera gran sorpresa de este versículo, y su
significado es: el pago del tributo al césar no es solo una obligación incuestionable;
también es un deber moral».
San Pablo usó el mismo término en
Romanos 13:7: «Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que
impuesto, impuesto». Judea estaba viviendo dentro del Imperio Romano y obtenía
beneficios militares y económicos de ese imperio, lo quisieran o no. Incluso si
las responsabilidades pesaban más que los beneficios del imperio, el pueblo de
todas formas debía darle al césar lo debido.
Todavía quedaba el hecho de que
los dos impuestos per capita estaban en oposición, uno se pagaba al emperador y
el otro a Dios. El impuesto imperial proveía «para el sacrificio diario por el
bienestar del emperador romano»; mantenía el imperio como entidad religiosa9.
El otro impuesto, llamado entonces el impuesto del templo, era el impuesto de
Dios para mantener su orden santo.
¿Cómo se podían pagar ambos?
Según Stauffer, «Él ratificó el simbolismo de poder, pero rechazó el simbolismo
de adoración. Pero esta reserva no se expresó como afirmación negativa, sino
como mandamiento positivo: “Denle a Dios lo que es de Dios”»10. Stauffer tiene
razón al afirmar que, según Números 8: 13, esto significa «todo le pertenece a
Dios». En el tiempo en que Jesús habló, el impuesto bíblico comunitario
se recogía en la primavera, en el mes de Adar. Más específicamente,
Jesús pidió que el impuesto del
césar se le pagara al césar, y el impuesto de Dios se le pagara a Dios. La
iglesia primitiva evidentemente estaba consciente de este hecho. Jerónimo,
comentando sobre Mateo 22:21, declaró: «Denle al césar las cosas que son del
césar, es decir, monedas, tributo, dinero; y a Dios las cosas que son de Dios,
es decir, diezmos, primicias, votos, sacrificios».
El alejamiento de Israel del
gobierno y la ley de Dios lo había puesto bajo el gobierno y la ley romana; le
debían a Roma el tributo que cobraba Roma. Roma no servía a Dios, pero tampoco
Israel. La obediencia es debida a todas las autoridades bajo las cuales nos
hallamos (Ro 13: 1-7). Roma era su ama, y tenían que obedecer a Roma.
La obediencia a Dios requiere
obediencia a todos aquellos bajo quienes estamos en sumisión. En la tentación
en el desierto, Satanás había tentado a Jesús a seguir el camino de un imperio;
dar a la gente pan y milagros; permitirles que anduvieran según un conocimiento
superficial. Por medio de otros tentadores, la nueva tentación era la de
rechazar todos los imperios, todos los poderes terrenales.
Cristo conquistó esta tentación
de nuevo con sus palabras en cuanto a la doble obligación de obediencia a la
manera y al objetivo de la historia, al reino del mundo y al reino de Dios. En
Marcos 12: 17 Cristo habla in
conspectumortis, a la vista de su muerte mesiánica.
La Semana Santa es la exégesis
existencial de sus palabras: sumisión al dominio del césar, sumisión al dominio
de Dios, unidos en la aceptación de ese monstruoso asesinato judicial por el cual
las criaturas más miserables del césar cumplieron sub contrario la obra de Dios (Mt 26: 52; Jn 19: 11).
Volvamos a las palabras de San
Jerónimo. Dos clases de impuestos existen, y Cristo requiere nuestra obediencia
a ambas. El mundo del césar trata de producir un nuevo mundo sin Dios, y sin
regeneración; cobra un fuerte impuesto y logra poco o nada. Nosotros, como
pecadores, somos llevados por nuestra naturaleza caída a buscar la respuesta
del césar.
Pagamos tributo al césar de esa
manera: con nuestra fe y con nuestro dinero. La respuesta al mundo del césar no
es desobediencia civil, cuya implicación final es la revolución. Esta es la
manera del césar, la creencia de que el esfuerzo del hombre por las obras de la
ley puede rehacer al hombre y al mundo.
La respuesta más bien es obedecer
a todas las autoridades debidas y pagar tributo, impuesto y honor a quienes se
les deben estas cosas. Este es el aspecto menor de nuestra obligación. Más
importante: debemos rendir, devolverle a Dios lo que se le debe a él, nuestros
diezmos, primicias, votos y sacrificios.
El hombre regenerado empieza
reconociendo a Dios, autor y Redentor de su vida, como su Señor y Salvador, su
Rey. En todo momento de su vida le da a Dios el debido servicio, la acción de
gracias, la alabanza y el diezmo. Su salvación es dádiva de Dios; la abundancia
de que disfruta es don y providencia de Dios; el hombre regenerado por
consiguiente le da, le devuelve a Dios la porción de todas las cosas designada
por Dios.
El camino de resistencia a Roma
que escogió Judea llevó a la peor guerra del mundo y a la muerte de la nación.
Ni la respuesta imperial romana ni la respuesta revolucionaria judía ofrecieron
nada sino muerte y desastre. Conscientes de sí mismos, los cristianos siguen a
su Señor. Justino Mártir escribió:
Y en todas partes nosotros, más
dispuestos que todos los hombres, procuramos pagar a los designados por ustedes
los impuestos tanto ordinarios como extraordinarios, como Él nos ha enseñado;
porque en ese tiempo algunos vinieron a Él y le preguntaron si uno debía pagar
tributo al césar; y Él respondió:
«Díganme, ¿de quién es la imagen
que lleva esta moneda?», y ellos le dijeron: «del césar»; y de nuevo y le
respondió. «Denle, pues, al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de
Dios». De aquí que solo a Dios le rendimos adoración, pero en otras cosas de
buen grado les servimos a ustedes, reconociéndolos como reyes y gobernantes de
los hombres, y oramos que con sus poderes de reyes sean ustedes hallados
también que poseen sano juicio.
Pero si no prestan atención a
nuestras oraciones y francas explicaciones, no perderemos nada, puesto que creemos
(o más bien, en verdad, estamos persuadidos) de que todo hombre sufrirá castigo
en el fuego eterno según los méritos de su obra, y rendirá cuentas de acuerdo
al poder que ha recibido de Dios, como Cristo lo intimó cuando dijo: «A quien
Dios le ha dado más, de él más se requerirá».
La respuesta de Cristo no impidió
que sus enemigos lo acusaran de pervertir a la nación, y prohibir dar tributo a
César» (Lc 23:2). Su respuesta en realidad había demolido toda base para
cualquier acusación contra él.
La obligación de ellos, Jesús
había declarado, era «devolver» «pagar lo debido» al césar y a Dios. Lo
que se le debe al césar se le debe al césar solo por la providencia, propósito
y consejo de Dios. Lo que se le debe a Dios, lo que todos los hombres le
deben, es todo. Jesús estableció «el derecho absoluto y peculiar de Dios respecto
a todo hombre individualmente y a todos los hombres colectivamente; un
derecho exclusivo y global que solo Dios posee».
Los que reducen esta gran frase
de Cristo a una declaración en cuanto a la iglesia y el estado han errado el
mensaje del incidente.
7. EL MANDATO CULTURAL
Nosotros, los miembros del 34º
Sínodo General de la Iglesia Presbiteriana Bíblica, reunidos en Cape May, Nueva
Jersey, en octubre de 1970, deseamos expresar nuestra oposición a la doctrina
falsa, a veces llamada «el mandato
cultural».
El mandato bajo el cual los
cristianos obedecen a su Señor es la Gran Comisión de Mateo 28: 19-20, que
requiere que enseñemos y honremos todas las cosas «que yo os he mandado». Este
llamado «mandato cultural» erróneamente edifica su caso sobre Génesis 1: 28 antes
de la caída y la promesa de redención en la simiente de la mujer. Las
condiciones de Génesis 1: 28 nunca más volverán a estar disponibles para el
hombre hasta después del retorno de Cristo y la remoción del pecado. El mandato
cultural declara que es obligación del cristiano procurar estas realidades
previas a la caída, tanto como es su deber predicar el evangelio.
Este mismo mandato fue renovado a
Noé (Génesis 9) después del diluvio sin ninguna referencia a la palabra «y sojuzgadla».
Además, el versículo no tiene nada que ver con cultura, en el presente sentido
de la palabra. El llamado «mandato cultural» se basa por entero en una palabra
del versículo, la palabra que se traduce «y sojúzguenla».
Como todas las palabras de las
Escrituras, esta palabra se debe interpretar en contexto. Aquí el contexto es
el de llenar con personas la tierra vacía. Dice que la tierra se debe cultivar,
para permitir que las personas sobrevivan y se multipliquen. Eso, y solo eso,
es lo que quiere decir.
Calvino no vio en este versículo
ni un mandato ni nada relativo a la cultura, y lo mismo es válido para los
otros grandes exégetas de la historia cristiana.
Nos oponemos al «mandato
cultural» también porque da una idea falsa del lugar del cristiano en esta edad
de pecado, y le resta empuje a la verdadera obra misionera y la evangelización.
Los cristianos tienen el derecho
de disfrutar de los frutos de los varios desarrollos culturales bajo la gracia
común y de participar en todas las cosas buenas que Dios ha creado. Pero la obligación
más alta de los cristianos entre la caída y el retorno de Cristo es testificar
de la justicia de Dios en todas las cosas, vivir vidas santas, y usar todo
esfuerzo para llevar a los individuos al conocimiento del Salvador, para que
puedan ser redimidos mediante su sangre preciosa y crecer en gracia y en el
conocimiento de Su Palabra.
Unánimemente adoptado el viernes,
9 de octubre de 1970, por el Trigésimo Cuarto Sínodo General de la Iglesia
Presbiteriana Bíblica, reunida el viernes, 9 de octubre, en el hotel Christian
Admiral, Cape May, Nueva Jersey, 5-9 de octubre de 1970.
Antes de analizar esta medida,
examinemos el término mandato
cultural. Cultura quiere decir «Educación, refinamiento.
1.
Cultivo de plantas o animales, especialmente con vistas a mejorar.
2.
Entrenamiento, mejora, y refinamiento de la vida, moral, o un gusto; iluminación».
Mandato
quiere decir
«un requisito autoritativo; una
orden; mandato; encargo». El mandato cultural es, pues, la obligación del hombre del pacto de sojuzgar la
tierra y de ejercer dominio sobre ella bajo Dios (Gn 1: 26-28).
La ley es el programa para ese
propósito y provee los medios que Dios
ha ordenado para mejorar y desarrollar plantas, animales, hombres e
instituciones en términos de su
obligación de cumplir el propósito de Dios. En toda época, los hombres han tenido la obligación de obedecer a Dios
y entrenarse y mejorarse, o
sea, santificarse conforme a la ley de Dios. A todos los enemigos de Cristo en este mundo caído hay que
conquistarlos. San Pablo, al exhortar a los creyentes a su llamamiento, declaró:
Porque las armas de nuestra
milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de
fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el
conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a
Cristo, y estando prontos para castigar toda desobediencia, cuando vuestra
obediencia sea perfecta (2ª Co 10: 4-6).
La Versión Latinoamérica traduce
el versículo 6 así: «Y estamos dispuestos a castigar toda desobediencia en
cuanto contemos con la total obediencia de ustedes».
Moffat, en inglés, destaca la
fuerza de este versículo incluso con mayor claridad: «Estoy preparado para
seguirle corte marcial a cualquiera que siga insubordinado, una vez que la
sumisión de ustedes sea completa». Moffat, en inglés, traduce el versículo:
«Demuelo teorías y todo baluarte levantados para resistir el conocimiento de
Dios, y llevo todo proyecto prisionero para hacerlo obedecer a Cristo».
San Pablo estaba hablando del
mandato cultural. Antes de la caída, la tarea era menos complicada. Ahora el
hombre necesita regeneración.
Por eso, el primer paso en el mandato es llevar a
los hombres a la palabra de Dios para que Dios los regenere.
El segundo paso es demoler todo tipo de teoría, humanista,
evolucionista, idólatra o de otra naturaleza, y todo tipo de fortaleza u
oposición al dominio de Dios en Cristo. Al mundo y a los hombres hay que
llevarlos a la cautividad de Cristo, bajo el dominio del reino de Dios y la ley
de ese reino.
Tercero,
esto requiere
que, como Pablo, sigamos corte marcial o «administremos justicia a toda desobediencia»
en todo aspecto de la vida en que la encontremos. Negar el mandato cultural es
negar a Cristo y entregarle el mundo a Satanás.
No se puede igualar el mandato
cultural con el concepto del hombre natural de la cultura y el progreso. No hay
que resumirla en manipulaciones, comodidades materiales o indulgencias
infantiles. Clemente de Alejandría nos da algunos ejemplos divertidos de los
esfuerzos de los romanos decadentes para demostrar su cultura y riqueza con
exhibiciones absurdas:
Es una farsa, y algo que le hace
a uno desternillarse de risa, que los hombres lleven urinarios de plata y
bacinillas de cristal al entrar a sus excusados, y que las mujeres ricas hagan
fabricar receptáculos de oro para excrementos; así que siendo ricos, no pueden
ni siquiera aliviarse excepto de una manera espléndida.
La cultura en la Unión Soviética,
y cada vez más en el mundo occidental, se identificaba con el ballet, un teatro
de ópera, y una galería de arte, lo que puede ser un poco mejor que las
bacinillas de oro de las mujeres romanas, pero sigue siendo falso.
La cultura es religión
externalizada, y es el desarrollo del hombre y su mundo en términos de las leyes
de su religión. Las leyes de Roma no tenían ningún cimiento último y absoluto;
eran relativistas y pragmáticas; eran producto de los eventos, no el forjador de eventos que Dios ha dado.
Al hablar de este ambientalismo romano de la fe en el Destino, Taciano, un
cristiano asirio de mediados del siglo 2, declaró:
Pero nosotros somos superiores al
Destino, y en lugar de demonios ambulantes, hemos aprendido a conocer a un
Señor que no deambula; y, puesto que no seguimos la guía del Destino, rechazamos
a sus legisladores.
Y, ¿cómo es que a Cronos, a quien
se encadenó y expulsó de su reino, se le constituye gerente del destino? Y
¿cómo, también, puede dar reinos quien ya no reina por sí mismo?
Taciano puso el dedo sobre la
llaga del dilema romano con su cita de Cronos: ¿cómo pueden los hombres o
dioses que son por sí mismos productos del destino y gobernados por el destino
y el medio, gobernar ese medio? ¿Son algo más que títeres o una acción refleja?
La psicología del marxismo se derivó de Pavlov; es condicionamiento; el hombre
está gobernado por acciones reflejas y está condicionado socialmente.
La filosofía del marxismo es el
materialismo dialéctico; los hombres e ideas son productos socioeconómicos. La
ley soviética, de este modo, era una contradicción radical en sí misma;
insistía, en la práctica, en la culpa individual mientras que afirmaba, en
teoría, el condicionamiento total. A los hombres en la práctica se les
consideraba responsables, en tanto que en teoría eran por entero víctimas. Un
jurista soviético dijo:
Solo cuando cada uno esté
plenamente consciente de lo que significa ser un ciudadano soviético no habrá
crimen.
No existe la naturaleza humana.
El hombre es el producto de sus entornos, del sistema social y económico que lo
moldea. Cámbiese el molde y se cambia al hombre. Y eso es lo que estamos
haciendo. Ustedes saben que la iglesia solía hablar fuerte y largo en cuanto al
pecado original; es una buena manera de mantener a las masas en sus lugares
desdichados. Pero nosotros echamos a la basura esa idea hace mucho.
Estamos haciendo algo, estamos
haciendo mucho, en cuanto a remover los arreglos sociales artificiales que
promueven el delito; y en esto es donde pienso que el socialismo muestra su
mayor ventaja sobre el capitalismo.
Como ven, el hombre es esencialmente
bueno; solo la propiedad privada y todo lo que aprendió de ella lo corrompe.
Nosotros estamos restaurando su bondad y al mismo tiempo haciéndolo
infinitamente más rico en toda manera.
¿NO VEN LA GLORIA DE ESO?
La ley humanista occidental ha adoptado
básicamente las mismas premisas de la ley soviética y en algunos casos las
practica más rigurosa y sistemáticamente. Por todo esto se revela su religión;
la cultura del hombre moderno es de sometimiento al medio, al Destino. La
ideología humanista, sea en sus forma liberal o marxista, no tiene mandato
cultural, sino más bien sometimiento cultural; es la filosofía agresiva del
sometimiento.
La declaración Presbiteriana
Bíblica no es mejor; también pide que se le entregue el mundo al diablo.
Las implicaciones del
sometimiento son, no obstante, anarquía y caos social. Donde el hombre es el
que quebranta el pacto, la anarquía es un problema serio y aterrador. La
perspectiva del hombre entonces es una guerra de todo hombre contra todos los
demás. Su respuesta es el estado.
El imperium es una necesidad, de otra manera el mundo del hombre se
destrozaría en un bellum omnium contra
omnes. Eso, por así decirlo, fue el testamento político de los imperios
mundiales orientales hasta el mismo tiempo de Alejandro, testamento que fue
ejecutado de una manera nueva y singular en el imperio mundial de Roma.
Adondequiera que fue el imperium
romanum, también fue la pax
romana.
En tanto que el imperium duró, el mundo estuvo
protegido contra el caos. Por eso el imperium
tenía que permanecer mientras el mundo mismo permaneciera, y también por
eso el imperio romano iba a ser eterno.
Debido a que el hombre ha negado
de nuevo el mandato cultural, ha buscado protección contra el caos mediante el
imperio: el imperio soviético, las Naciones Unidas, y varias otras alianzas y
esfuerzos. La agresión ha reemplazado a la fe y a la ley como defensa del
hombre contra la anarquía.
La respuesta de Dios a esta
crisis del hombre es su acto soberano de gracia, la encarnación. El comentario
de Stauffer aquí es acertado:
Hay dos demandas que el relato
pre-cristiano del concepto del destino tiene que hacerle a la soteriología de
la iglesia. Todo el mundo está tan involucrado en el pecado de Adán que la
situación puede ser redimida, si acaso, solo por Dios mismo. Entonces el
destino de este mundo está tan radicalmente ligado al del hombre que la obra
real de liberación puede ser efectuada solo en las condiciones de una vida
humana. Ambos requisitos se cumplen en la venida de Cristo.
Pero este honor del Cristo no es
un atrincheramiento de autoglorificación, ni el apoderamiento demónico del
honor de Dios, sino al contrario, un servicio a la gloria dei que Dios mismo ha deseado.
Mateo y Lucas en los prefacios a
sus evangelios tratan de expresar de otra manera el interés doble de la
cristología del NT. La Navidad es el día de la nueva creación, y la hora del
nacimiento de Cristo es la hora crítica de la historia cósmica tan largamente
esperada. ¿Por qué? El Espíritu de Dios mencionado en Gn 1: 1 entra en acción
en un nuevo Génesis (Mt 1: 18) y un milagro divino (Lc 1: 37) crea un nuevo
hombre que realiza las promesas de Gn 3: 15 y cumple la esperanza frustrada de
Gn 4: 1. Como el primer hombre, Adán (Lc 3. 38), el nuevo hombre viene
directamente de Dios.
Pero no es solo el receptor del
aliento divino de vida, como Adán lo fue. Fue concebido por el Espíritu Santo
en la virgen María (Lc 1: 35; Mt 1: 18). Por eso Jesús es al mismo tiempo hijo
de Adán e hijo de Dios.
El propósito del nuevo Adán es deshacer
la obra de la caída, restaurar al hombre como cumplidor del pacto, hacer del
hombre de nuevo un ciudadano fiel del reino de Dios, y capacitar al hombre de
nuevo para cumplir su llamamiento a sojuzgar la tierra bajo Dios y restaurar
todas las cosas a la ley y el dominio de Dios.
LOS QUE SE SOMETEN A ESTE LLAMAMIENTO
Y DOMINIO HEREDAN LA TIERRA (MT 5:5).
Las gozosas noticias del
nacimiento de Cristo son esta restauración del hombre a su llamamiento original
con la seguridad de la victoria. Esto ha sido celebrado en los villancicos por
mucho tiempo. Isaac Watts en 1719 escribió, en «Al mundo paz».
¡Al mundo paz, el Salvador en
tierra reinará!
Ya es feliz el pecador, Jesús
perdón le da.
Johannes Olearius en 1671, en
«Consolaos, consolaos pueblo mío», escribió: Porque la voz del heraldo está
clamando En el desierto lejano y cercano, Llamando a todos los hombres al
arrepentimiento, Puesto que el reino ahora está aquí. ¡Oh, ese clamor de
advertencia obedezcan!
Ahora preparen para Dios un
camino; Que los valles se levanten a su encuentro, Y que las colinas se postren
para saludarlo.
Enderecen lo que por mucho tiempo
estuvo torcido, Allanen los lugares ásperos; Que sus corazones sean fieles y
humildes, Como conviene a su reino santo.
Porque la gloria del Señor Ahora
sobre la tierra se derrama ampliamente; Y toda carne verá la señal,
De que su palabra jamás se rompe.
El mandato cultural y el postmilenarismo está explícito o implícito en los
villancicos.
Edmund H. Sears, en 1850, compuso
«Vino en una medianoche clara», que concluye así:
Porque miren, los días se
apresuran, Por bardos profetas predichos, Cuando con años siempre circundantes Llega
a la edad de oro; Cuando la paz sobre toda la tierra Sus antiguos esplendores
lanza,
Y todo el mundo devuelve el canto.
Que ahora los ángeles cantan.
Los compositores de himnos, al
reflexionar en la gloria de Navidad y las profecías al respecto, reflejan a
veces una teología de mayor contenido que la que ellos mismos sostenían.
En su ascensión, Jesús subrayó de
nuevo el mandato de la creación, declarando:
Toda potestad me es dada en el
cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén (Mt 28: 18-20).
Lenski tradujo «haced discípulos
a todas las naciones» como «discipulen a todas las naciones». Dos dominios se
citan en que la total autoridad real de Cristo prevalece: el cielo y la tierra.
«La universalidad de la comisión se dice con claridad por “todas las naciones”
de la tierra. Aquí tenemos el cumplimiento de todas las promesas mesiánicas
respecto al reino venidero».
En la ascensión, «el Cristo exaltado
ascendió a su trono». Stauffer dijo:
Leemos que la sujeción final de
los enemigos de Dios tendrá lugar solo al fin de los días, aunque se presupone,
al decir esto, que el principio fundamental ya está hecho (Mr 14: 62; Ap 3: 21;
14: 14). Leemos además que la sujeción ya ha tenido lugar, aunque aquí la
celebración del triunfo se contiene hasta el tiempo del fin (Ef 1: 20; He 1: 13;
10: 12; 12: 2).
Pero en dondequiera que caiga el
énfasis, esto es claro: el Señor tiene desde ahora toda autoridad en el cielo y
la tierra, y él está «con» su iglesia siempre, hasta el fin del mundo (Mt 28:
18)8.
A todas las naciones hay que sojuzgarlas con el bautismo y la
enseñanza, o sea, con la regeneración y la Palabra de Dios. Originalmente, el
primer Adán enfrentó un mundo por naturaleza bueno y no caído que tenía que
sojuzgar; el segundo y postrer Adán enfrentó naciones rebeldes y caídas y un
mundo caído, un desierto que hay que hacer fértil y productivo para Dios.
Algo más que un huerto había que
sojuzgar ahora; las naciones e imperios del mundo debían ser puestos bajo el dominio
de Cristo y sus miembros.
Este mundo caído se moviliza
contra Cristo y su pueblo. Niega a Cristo y lo maldice, primero en la masacre
de Belén, más adelante por la crucifixión, y desde entonces por sus
condenaciones. En lugar de aceptar la transfiguración de Cristo como la
revelación de Dios y su orden legal por medio de su Hijo unigénito, el mundo
trata de transfigurarse a sí mismo, a veces exaltándose en las personas más terribles.
Por ejemplo, en Roma, una
basílica subterránea de una hermandad sectaria helenista presentaba a una
lesbiana deificada. «En el ápice llevaba un cuadro de la transfiguración de
Safo».
Pero Cristo convirtió la
maldición de la cruz en victoria, y las condenaciones del mundo en sentencias
contra el mundo.
La iglesia, perseguida por el
dragón expulsado y sin embargo libre de una tremenda carga, canta sus himnos a
Cristo: «Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y
la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros
hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le
han vencido por medio de la sangre del Cordero» (Ap 12: 10). Esta es la nueva
situación para el mundo, que se remonta a la ascensión.
Si Cristo no regenera a los
hombres, y si no se someten a su llamamiento, al mandato cultural, serán
aplastados por su poder.
8. LA LEY EN HECHOS Y LAS EPÍSTOLAS
Pocas cosas ilustran mejor lo que
ha sucedido en círculos teológicos que un examen del Biblical and Theological Dictionary que se publicó en 1832. Para
Watson, la ley no fue sobreseída; más bien, la era cristiana pidió una
aplicación más intensiva y amplia de la misma. Watson mostró que el Nuevo
Testamento no solo enunció de nuevo todo el Decálogo, sino que extendió su
fuerza.
Así que tenemos la obligación de
todo el Decálogo como se establece plenamente en el Nuevo Testamento y en el
Antiguo, como si hubiera sido reestablecido formalmente; y el que ningún restablecimiento
formal del mismo tuviera lugar es en sí mismo una prueba presuntiva de que el
Legislador nunca lo consideró temporal, que la formalidad de una reedición
pudiera haber supuesto.
Es importante comentar, sin
embargo, que aunque las leyes morales de la dispensación mosaica pasaron al
código cristiano, están allí en otras y más altas circunstancias; así que el
Nuevo Testamento es una dispensación más perfecta del conocimiento de la
voluntad moral de Dios que el Antiguo. En particular,
(1)
Se extienden más expresamente al corazón, como lo hizo nuestro Señor en su
Sermón del Monte; allí nos enseña que el pensamiento y el propósito interno de
cualquier transgresión es una violación de la Ley que prohíbe su comisión
externa y visible.
(2)
Los principios sobre los cuales se fundan se ponen en práctica en el Nuevo
Testamento en una mayor variedad de deberes, que, al abrazar más perfectamente
las relaciones sociales y civiles de la vida, son de un carácter más universal.
(3)
Hay un mandamiento mucho más ampliado de virtudes positivas y particulares,
especialmente las que constituyen el temperamento cristiano.
(4)
Por todos los actos abiertos que están inseparablemente vinculados con
principios correspondientes en el corazón, a fin de constituir obediencia
aceptable, cuyos principios supone la regeneración del alma por el Espíritu
Santo. Esta renovación moral, por consiguiente, se sostiene como necesaria para
nuestra salvación, y se promete como parte de la gracia de nuestra redención
por Cristo.
(5)
Al estar vinculada a las promesas de ayuda divina, que es peculiar a una ley
conectada con provisiones evangélicas.
(6)
Al tener una ilustración viva en el ejemplo perfecto y práctico de Cristo.
(7)
Por las sanciones más altas derivadas de la relación más clara de un estado
futuro, y amenazas de castigo eterno.
Se sigue de esto que tenemos en
el evangelio la revelación más completa y perfecta de la ley moral jamás dada a
los hombres; e incluso una manifestación más exacta del esplendor, perfección y
gloria de esa ley, bajo la cual los ángeles y nuestros progenitores en el
paraíso fueron colocados, y que es a la vez el deleite e interés de los seres más
perfectos y felices obedecer.
Contraste esta declaración de
Watson, uno de los hombres más grandes de la historia wesleyana, con el trabajo
de un erudito británico evangélico moderno, F. F. Bruce.
Las «Conferencias Payton» de
Bruce en 1968, en el Seminario Teológico Fuller,
Pasadena, California, analizaron The New Testament Development of Old
Testament Themes [El desarrollo
en el Nuevo Testamento de temas Del Antiguo Testamento].
La obra antinomiana de Bruce ignora la ley por entero: «El
gobierno de Dios» se considera en
el capítulo II sin ninguna referencia a la Ley de Dios2. El capítulo IV trata de «La victoria de Dios» y empieza
con un enunciado importante:
La salvación de Dios es la
victoria de Dios; como en el Éxodo, así en el acto redentor de Cristo la
victoria de Dios es la salvación de su pueblo. Las palabras hebreas que denotan
«salvación» fácilmente se traducen «victoria» en nuestras versiones comunes al
inglés cuando el contexto hace esta traducción preferible.
Exactamente. Pero debido a que
Bruce deja de lado la ley, que es un aspecto central del plan y programa de
Dios para la victoria, solo puede mirar a la victoria en la muerte, el
martirologio y en el fin del mundo. «El conquistador en jefe es el Mesías davídico
que aparece, sin embargo, como el Cordero sacrificial restaurado a la vida
después de ganar su victoria por sumisión a la muerte; sus seguidores
participan en su victoria por sumisión similar»4. Esto es un programa para la
derrota.
Uno de los textos principales
usados por los antinomianos es Hechos 15: 5:
«Pero algunos de la secta de los
fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo:
Es necesario circuncidarlos, y
mandarles que guarden la ley de Moisés». ¿Cómo se debe entender esto? No hay
evidencia en lo absoluto de que los Diez Mandamientos dejaran de ser ley
después del Concilio de Jerusalén; las Epístolas repetidas veces vuelven a
enunciar la ley. San Pablo, en Efesios 6: 2, no solo vuelve a enunciar el
quinto mandamiento, sino que nos recuerda sus promesas, todas todavía válidas.
Este concilio nunca rechazó las leyes de Dios contra el pecado.
LA CUESTIÓN ERA LA JUSTIFICACIÓN; EL
JUDAÍSMO HABÍA USADO MAL LA LEY.
Primero, la había reemplazado con
tradiciones del hombre que había convertido en ley; y
segundo, la ley, que era el camino de
santificación, fue hecha el camino de justificación.
Esto fue el problema en el
fariseísmo y en los judaizantes. Pablo en Antioquía declaró de Jesucristo:
Sabed, pues, esto, varones
hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo
aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es
justificado todo aquel que cree (Hch 13: 38-39).
Esta era la cuestión, justificación por la ley. Además, los
fariseos llamaban a sus interpretaciones rabínicas «la ley de Moisés», aunque
Cristo las llamó «tradiciones de los hombres». Plumptre correctamente llamó la
declaración de Pablo en Antioquía sobre la justificación «el germen de todo lo
que fue más característico en la enseñanza posterior de San Pablo».
Pablo nunca atacó la ley como vía
de santificación, sino solo como el camino de justificación. La cuestión en el
concilio fue la conversión de algunos gentiles; hasta ese momento, todos los
convertidos habían sido judíos que ya estaban en el antiguo pacto y ley. Pero
se añadieron miembros directamente por conversión.
Fue la protesta y fraseo de los
fariseos lo que leemos en Hechos 15: 5: «Es necesario circuncidarlos, y
mandarles que guarden la ley de Moisés». Por ley, así, se quería decir la ley
según la veía la tradición rabínica. Fue este «yugo» contra el que Pedro
protestó (Hch 15: 10). Él no se hubiera atrevido a llamar la obediencia a la
ley de Dios tentar a Dios.
La cuestión, San Pedro indicó, es
que los hombres se salvan por «la gracia del Señor Jesucristo» (Hch 15: 11); la
cuestión era la doctrina de la justificación. También en cuestión estaba la ley
ceremonial y las leyes de separación. Los judíos convertidos no necesitaban
instrucción; ya observaban todo lo necesario, o sea, las leyes bíblicas (Hch
15: 21).
Plumptre, hablando sobre en el
versículo 21, escribió:
Los judíos, que oían la ley en
sus sinagogas todos los sabbats, no necesitaban instrucción. Se puede dar por
sentado que se adherirían a las reglas ahora especificadas. Por eso, en el
versículo 23, la carta encíclica se dirige exclusivamente a «los hermanos
gentiles».
Claramente, el versículo 21 recalca
el carácter todavía obligatorio de la ley y no inquieta a los convertidos
judíos que obedecían la ley. El uso de la palabra «sinagogas» puede referirse a
las sinagogas judías, a las que todavía asistían muchos, o a las reuniones
cristianas.
La instrucción a los cristianos
gentiles se resume en el versículo 20: «sino que se les escriba que se aparten
de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre».
¿Quería decir esto que los gentiles estaban libres para tener otros dioses,
para blasfemar, deshonrar a los padres, asesinar, robar, dar falso testimonio o
codiciar? Claro que no, e igual de obvio, el asunto no era si se debía mantener
la ley, sino ¿cómo se debía
mantener: como medio de justificación o de santificación?
Claro, se rechazó la ley como el
camino de justificación y se retuvo como el camino de santificación. Las
instrucciones de Hechos 15: 20 y 29 claramente presuponen la ley y recalcan hasta que punto se retuvo la ley.
Primero, a los creyentes gentiles se les ordena
que se abstengan de «la contaminación de ídolos». En el versículo 29 esto se define
como comer «carnes ofrecidas a los ídolos». Un serio problema existía en las ciudades,
puesto que las carnes se sacrificaban a los ídolos y comerlas representaba un
rito religioso. «Josefo dice que algunos de los judíos de Roma vivían
exclusivamente de frutas, por temor de comer algo impuro». Más tarde, en
Romanos 14, San Pablo revisó esta regla; Calvino habló de la regla de Pablo
como remodelación de la ley. ¿Significa este cambio que ninguna ley quedaba
vigente?
Por el contrario, el concilio y
San Pablo sostuvieron que una ley de Dios estaba en juego; la cuestión era cómo
mantener la obediencia a esa ley. La contaminación de los ídolos, en términos de
la ley de separación, había que evitarla como cuestión de ley.
Si un hombre podía considerar los
ídolos como nada, y la carne simplemente como comida, su conciencia no tendría
problemas, ni tampoco el uso de la carne lo comprometería; él sería un «fuerte»
que no se contaminaba por comer carne. Los débiles, sin embargo, tenían razón
al evitar la carne, pues para ellos no había separación interna posible.
EN CUALQUIER CASO, SE RESPETABA LA
LEY.
Segundo, debían abstenerse de fornicación,
de pecados sexuales en general y de la lascivia. Para muchos paganos, estos
actos no eran pecados y a veces eran actos religiosos. Debido a la proclividad
de los paganos a los pecados sexuales, especialmente en esa época, se
recalcaron de manera particular tales ofensas.
Los paganos condenaban el robo y
el asesinato, pero la moralidad del día veía las ofensas sexuales con
indiferencia creciente.
Tercero, lo «ahogado» se debía evitar como
comida, y, cuarto, la sangre.
Estas dos se relacionan estrechamente, porque los animales estrangulados no se
desangran.
Muchos prefieren tales carnes. La
ley, sin embargo, específicamente prohibía que se comiera sangre (Gn 9: 4; Lv
3: 17; 17: 14; Dt 12: 16, 23). Esta ley jamás fue enmendada o alterada en las
Epístolas. Por tanto, de los cuatro
mandamientos del concilio a los
gentiles, tres tenían que ver con la comida. En lugar de declarar que la
ley había terminado, el concilio de Jerusalén sin rodeos estableció o sostuvo
la ley como el camino de santificación y retuvo incluso los aspectos dietéticos
de la misma.
Hay un cambio significativo, no
obstante. En Hechos 15: 5, la exigencia de los fariseos en la iglesia era
también la circuncisión. De esta exigencia se les dijo a los gentiles en la
encíclica, que «algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden,
os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando
circuncidaros y guardar la ley» (Hch 15: 24).
La circuncisión, entonces, se
abandonó, y el bautismo de Pedro de los gentiles se sostuvo, como la marca del pacto
renovado; el guardar de la ley en el sentido farisaico de ser justificado por
la ley (Hch 13: 39) se rechazó. Bruce se equivoca al dar por sentado que la
cuestión en juego era «la obligación de guardar la ley mosaica». Lenski
sostiene que «todas estas regulaciones levíticas (concernientes a comidas)
habían sido abrogadas». Explica la decisión del concilio como pragmática:
Santiago menciona esto: porque
los judíos cristianos eran de veras sensibles respecto a ellos. Ellos sabían
también que estos puntos de la ley fueron abrogados, pero sentían todavía
horror de comer sangre o de cualquier carne que hubiera retenido la sangre. A
los cristianos gentiles se les pidió que respetaran este sentimiento y, por
motivos de amor fraternal, y solo por éstos, se abstuvieran de comer sangre y
carne que todavía tuviera su sangre.
Pero el asunto en cuestión no
eran los sentimientos de los cristianos judíos como tales; ninguna
consideración al respecto entra en el texto. Al decir que la cuestión es de
«motivos de amor fraternal, y solo por estos, se abstuvieran de comer sangre»,
Lenski está leyendo en el texto
lo que no está allí. La cuestión la suscitaron los fariseos en la iglesia
claramente por un falso concepto de la ley y de la justificación.
En Colosenses 2: 16 San Pablo
dice que no se nos debe juzgar respecto a carnes (el comer carnes ofrecidas a
los ídolos), o sabbats. No hay evidencia de que los sabbats hubieran sido
abolidos por este enunciado. Si el incidente que San Pablo describe en Gálatas
2:11-21 es el mismo de Hechos 13:39, o relativo al mismo, y por consiguiente
precedió al concilio, el temor en juego era que San Pedro, temeroso de la
crítica de los fariseos de la iglesia, se aviniera a su práctica. El principio de
San Pablo era que ninguna barrera artificial se podía levantar por comidas para
acercarse a los gentiles y convertirlos.
Pasando ahora a Romanos, hallamos
que San Pablo, lejos de hacer a un lado la ley y sus castigos, apela a la pena
de muerte contra los homosexuales como un hecho establecido y continuo (Ro 1: 32).
De la expresión «el juicio (u ordenanza) de Dios», Murray comenta: «“la
ordenanza de Dios” en este caso es la ordenanza judicial de Dios» que
expresamente pide la muerte, aquí más que una muerte temporal, aunque la
incluye.
En Romanos 6:14, sin embargo, San
Pablo declara: «No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Murray de nuevo es
exacto:
«LEY» EN ESTE CASO SE DEBE ENTENDER EN
EL SENTIDO GENERAL DE LA LEY COMO LEY.
El que esto no se debe entender
en el sentido de la ley mosaica como un plan total aparece muy claramente en el
hecho de que muchos que estuvieron bajo el plan total mosaico fueron receptores
de gracia y en ese respecto estuvieron bajo gracia, y también en el hecho de
que el alivio de la ley mosaica como economía no pone por sí mismo a las
personas en la categoría de estar bajo la gracia. La ley se debe entender, por
consiguiente, en términos mucho más amplios de una ley como mandamiento.
El comentario de Charles Hodge
también es muy certero. Escribiendo sobre el mismo versículo, Hodge dijo:
Por ley aquí no se debe entender la ley mosaica. El sentido no es:
«El pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque la ley mosaica quedó
abrogada».
La palabra no se debe tomar en su
sentido más amplio. Es la regla del deber lo que liga a la conciencia como una expresión
de la voluntad de Dios. Esto queda claro:
(1) Del uso de la palabra en toda esta epístola y en otras partes del
Nuevo Testamento.
(2)
De toda la doctrina de redención, que enseña que la ley de la cual somos
librados por la muerte de Cristo no es la ley mosaica; no somos librados solo
del judaísmo, sino de la obligación de cumplir la ley de Dios como condición
para la salvación.
La ley en este sentido general es
un camino de salvación; es creer que, al guardar la ley general de Dios según
la sabe, el hombre se salva a sí mismo y merece el cielo.
El no tener la ley como camino de
salvación no le da al hombre el
derecho a pecar (Ro 6: 15-16); el hombre tiene el deber de obedecer a Dios
ahora como «siervo de la justicia» antes que como «siervo del pecado» (Ro 6: 17-23).
Según Murray: «hay que vincular
Romanos 7: 1-6 con lo que el apóstol ha dicho en 6:14: «No estáis bajo la ley,
sino bajo la gracia»14. En Romanos 7:4 Pablo dice haber llegado a estar «muerto
a la ley mediante el cuerpo de Cristo»; como señaló Murray, «la muerte es
nuestra muerte a la ley por la muerte de Cristo».
Pablo usa la ilustración del
matrimonio: así como una mujer «está sujeta por la ley al marido mientras éste
vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido» (v. 2),
así también nosotros, por la muerte de Cristo por nosotros, estamos muertos a
la ley. El asunto en esta ilustración no es que la ley esté muerta, sino que
nosotros en Cristo estamos muertos, o sea, la sentencia de muerte se cumple
contra nosotros. Como Hodge notó: «No es la ley lo que muere». Para volver a la
ilustración, si un esposo muere, no es la institución del matrimonio lo que
muere, sino un hombre en particular que ha muerto para el matrimonio.
¿Cuál es, entonces, el
significado de esta ilustración y frase? En el versículo 5, se nos dice que,
mientras éramos pecadores, el efecto de la ley en nuestra vida era mostrar
nuestra rebelión contra Dios; la ley de Dios nos hizo mucho más celosos para
reiterar nuestro libre albedrío en rebelión. El resultado fue «fruto para
muerte».
La ley fue una sentencia de
muerte para nosotros; declaró que, por nuestra apostasía, nuestra ruptura del
pacto con Dios, merecíamos morir. La sentencia de muerte contra nosotros se
cumplió en la persona de Jesucristo. Ahora estamos judicialmente muertos ante
la ley.
Por consiguiente, a los que son
verdaderamente salvos la ley nunca los puede volver a sentenciar a muerte. Sin
embargo, como resucitados de la muerte del pecado, por la obra de Cristo, ahora
somos «de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto
para Dios» (v. 4). El pecador, que se ha hecho a sí mismo dios a sus propios
ojos (Gn 3: 5), está en guerra contra Dios; la ley de Dios solo lo incita a más
guerra.
La ley pues nos impulsaba a más
esclavitud al pecado. Por la regeneración, sin embargo, nuestra unión ya no es
con el pecado, sino con Cristo. Como estamos vivos en Cristo, ahora estamos vivos para la ley, no como una
sentencia de muerte contra nosotros, sino como lo que representa nuestra nueva
vida, «el régimen nuevo del Espíritu» (v. 6), nuestra vida en Cristo, por la
cual la ley es ahora nuestra feliz forma de vida.
La Ley no muere; el viejo hombre,
el hombre no regenerado, muere; el hombre nuevo, regenerado, tiene ahora una
nueva relación con la ley, no ya en «las pasiones pecaminosas» sino en «el
régimen nuevo del Espíritu». En tanto que para el pecador la violación de la
ley de Dios es el impulso y naturaleza de su ser, para el hombre regenerado la
obediencia a la ley en Cristo es el deleite de su ser.
Pablo declara en forma enfática
que «la ley es espiritual» (7: 14); «la ley a la verdad es santa, y el
mandamiento santo, justo y bueno» (v. 12); la ley, además, «era para vida» (v
10); en su pecado, debido a que estaba entonces en principio quebrantando la
ley porque es buena, está de acuerdo en que «la ley es buena» (v. 16). Como
hombre redimido, que se esfuerza por su salvación y crece en santificación, puede
declarar: «Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (v. 22).
«La ley del pecado», su
naturaleza caída, muerta judicialmente en Cristo pero no erradicada de su ser,
hace guerra contra su nueva naturaleza, de modo que un aspecto de su ser, el
nuevo hombre, sirve «a la ley de Dios», otro, «a la ley del pecado» (vv.
23-25). Claro, la ley es el estándar para el nuevo hombre. En verdad, la meta
de la santificación es «que la justicia de la ley se [cumpla] en nosotros» (8:4).
El comentario de Murray aquí de nuevo merece notarse:
Es mucho más significativo en
este contexto porque él había representado la liberación del poder del pecado
en 6:14 como que procedía del hecho de que no estábamos «bajo la ley» sino
«bajo la gracia». En el capítulo 7 ha vuelto al tema y ha mostrado que no
estamos «bajo la ley» porque hemos «muerto a la ley mediante el cuerpo de
Cristo» y «ahora estamos libres de la ley» (7:4, 6).
También ha demostrado que la ley
fue para muerte porque el pecado tomó ocasión de la ley para obrar todo tipo de
pasiones pecaminosas (7:8-13). Y, finalmente en este capítulo acaba de hablar
de la impotencia de la ley (8: 3).
¿Cómo, entonces, puede
interpretar la santidad del estado cristiano como cumplimiento de las exigencias
de la ley? El hecho, sin embargo, no se puede disputar, y es prueba concluyente
de que la ley de Dios tiene su relevancia normativa más plena en ese estado que
es producto de la gracia. Interpretar las relaciones de la ley y la gracia de
otra manera es ir contra la importancia clara del texto. Hemos sido preparados
para esto, sin embargo, en notificaciones previas a este mismo efecto (3: 31;
6: 15; 7: 12, 14, 16, 22, 25).
Y en el análisis siguiente del
tema de la santificación hay abundante corroboración (13: 8-10).
El término «cumplido» expresa el
carácter plenario del cumplimiento que la ley recibe e indica que la meta
contemplada en el proceso santificador es nada menos que la perfección que
requiere la ley de Dios17.
Brevemente, para repetir el
asunto, no es la ley la que está muerta, sino que somos nosotros los que
morimos en Cristo, y estamos, por consiguiente, muertos para la ley en cuanto a
su acusación y sentencia de muerte. Como hombres regenerados, en las palabras
de Murray, «la ley de Dios tiene su relevancia normativa más plena en ese
estado que es producto de la gracia. Interpretar
las relaciones de la ley y la
gracia de otra manera es ir en contra del alcance claro del texto».
Gálatas 2: 19 se debe leer en el
mismo sentido: «Yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para
Dios». De nuevo, la ley no está muerta, sino más bien el pecador. En Gálatas 2:
21 el contraste es entre la justificación por la ley y la justificación por la
gracia de Dios por medio de Jesucristo; en el uso de la ley como medio de
justificación no se puede adquirir ninguna justicia.
En Gálatas 5: 16-18 el contraste
es entre el camino de «la carne», la naturaleza humana caída sin ayuda, y el
camino del Espíritu, el nuevo hombre redimido y ayudado. La ley se asocia en
este contexto con «la carne», de manera que la referencia es claramente al uso errado
de la Ley como camino de justificación. En Efesios 2:15 la referencia a la ley
es sin duda a ella como sentencia de muerte para el incrédulo.
San Pablo, pues, no respalda a
los que declaran que la ley está muerta, ni a los que sostienen que el hombre
redimido está muerto a la ley. San Pablo no solo reafirma la ley, sino que
carta tras carta apela a la ley para resolver conflictos en la iglesia, para
dar instrucciones, y dar consejo respecto a la santificación.
Murray tiene razón: «La ley de Dios tiene su
relevancia normativa más plena en
ese estado que es producto de la gracia».